Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El miércoles pasado subrayé el vínculo profundo entre el Espíritu Santo y la Iglesia. Hoy desearía empezar algunas catequesis sobre el misterio de la Iglesia, misterio que todos nosotros vivimos y del que somos parte. Lo querría hacer con expresiones bien presentes en los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II.

Hoy la primera: la Iglesia como familia de Dios.

En estos meses, más de una vez he hecho referencia a la parábola del hijo pródigo, o mejor del padre misericordioso (cf. Lc 15, 11-32). El hijo menor deja la casa del padre, despilfarra todo y decide regresar porque se da cuenta de haber errado, pero ya no se considera digno de ser hijo y piensa que puede ser acogido de nuevo como siervo. Sin embargo el padre corre a su encuentro, le abraza, le restituye la dignidad de hijo y hace fiesta. Esta parábola, como otras en el Evangelio, indica bien el proyecto de Dios sobre la humanidad.

¿Cuál es el proyecto de Dios? Es hacer de todos nosotros una única familia de sus hijos, en la que cada uno le sienta cercano y se sienta amado por Él, como en la parábola evangélica; sienta el calor de ser familia de Dios. En este gran proyecto encuentra su raíz la Iglesia, que no es una organización nacida de un acuerdo de algunas personas, sino que es -como nos recordó tantas veces el Papa Benedicto XVI- obra de Dios, nace precisamente de este proyecto de amor que se realiza progresivamente en la historia. La Iglesia nace del deseo de Dios de llamar a todos los hombres a la comunión con Él, a su amistad, es más, a participar como sus hijos en su propia vida divina. La palabra misma «Iglesia», del griego ekklesia, significa «convocación»: Dios nos convoca, nos impulsa a salir del individualismo, de la tendencia a encerrarse en uno mismo, y nos llama a formar parte de su familia. Y esta llamada tiene su origen en la creación misma. Dios nos ha creado para que vivamos en una relación de profunda amistad con Él, y aun cuando el pecado ha roto esta relación con Él, con los demás y con la creación, Dios no nos ha abandonado. Toda la historia de la salvación es la historia de Dios que busca al hombre, le ofrece su amor, le acoge. Llamó a Abrahán a ser padre de una multitud, eligió al pueblo de Israel para establecer una alianza que abrace a todas las gentes, y envió, en la plenitud de los tiempos, a su Hijo para que su proyecto de amor y de salvación se realice en una nueva y eterna alianza con la humanidad entera. Cuando leemos los Evangelios, vemos que Jesús reúne en torno a sí a una pequeña comunidad que acoge su palabra, le sigue, comparte su camino, se convierte en su familia, y con esta comunidad Él prepara y construye su Iglesia.

¿De dónde nace entonces la Iglesia? Nace del gesto supremo de amor de la Cruz, del costado abierto de Jesús del que brotan sangre y agua, símbolos de los Sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo. En la familia de Dios, en la Iglesia, la savia vital es el amor de Dios que se concreta en amarle a Él y a los demás, a todos, sin distinción ni medida. La Iglesia es familia en la que se ama y se es amado.

¿Cuándo se manifiesta la Iglesia? Lo celebramos hace dos domingos: se manifiesta cuando el don del Espíritu Santo llena el corazón de los Apóstoles y les impulsa a salir e iniciar el camino para anunciar el Evangelio, difundir el amor de Dios.

Todavía hay quien dice hoy: «Cristo sí, la Iglesia no». Como los que dicen: «yo creo en Dios, pero no en los sacerdotes». Pero es precisamente la Iglesia la que nos lleva a Cristo y nos lleva a Dios; la Iglesia es la gran familia de los hijos de Dios. Cierto, también tiene aspectos humanos; en quienes la componen, pastores y fieles, existen defectos, imperfecciones, pecados; también el Papa los tiene, y tiene muchos, pero es bello que cuando nos damos cuenta de ser pecadores encontramos la misericordia de Dios, que siempre nos perdona. No lo olvidemos: Dios siempre perdona y nos recibe en su amor de perdón y de misericordia. Hay quien dice que el pecado es una ofensa a Dios, pero también una oportunidad de humillación para percatarse de que existe otra cosa más bella: la misericordia de Dios. Pensemos en esto.

Preguntémonos hoy: ¿cuánto amo a la Iglesia? ¿Rezo por ella? ¿Me siento parte de la familia de la Iglesia? ¿Qué hago para que sea una comunidad donde cada uno se sienta acogido y comprendido, sienta la misericordia y el amor de Dios que renueva la vida? La fe es un don y un acto que nos incumbe personalmente, pero Dios nos llama a vivir juntos nuestra fe, como familia, como Iglesia.

Pidamos al Señor, de manera del todo especial en este Año de la fe, que nuestras comunidades, toda la Iglesia, sean cada vez más verdaderas familias que viven y llevan el calor de Dios.

 

 

 

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