Queridos hermanos y hermanas

Todavía recuerdo con gran alegría el viaje apostólico que realicé al Reino Unido el pasado mes de septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a numerosas figuras ilustres, que con su testimonio y sus enseñanzas embellecen la historia de la Iglesia. Una de estas, venerada tanto por la Iglesia católica como por la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que quiero hablaros esta mañana.

Las noticias de las que disponemos sobre su vida —no muchas— están tomadas principalmente del libro en el cual esta mujer amable y piadosa recogió el contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe que vivió de 1342 a 1430 aproximadamente, años tormentosos tanto para la Iglesia, desgarrada por el cisma que siguió al regreso del Papa de Aviñón a Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Pero Dios, incluso en tiempos de tribulaciones, no cesa de suscitar figuras como Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la alegría.

Como ella misma nos cuenta, en mayo de 1373, probablemente el 13 de ese mes, de improviso se vio afectada por una enfermedad gravísima que en tres días parecía que la llevaría a la muerte. Después de que el sacerdote —que acudió a su cabecera— le mostrara el crucifijo, Juliana no sólo recuperó prontamente la salud, sino que recibió las dieciséis revelaciones que sucesivamente puso por escrito y comentó en su libro, las Revelaciones del Amor divino. Y fue precisamente el Señor quien, quince años después de estos acontecimientos extraordinarios, le reveló el sentido de esas visiones. «¿Querrías saber qué quiso decir tu Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien: amor es lo que él quería. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo revela? Por amor… Así aprenderás que nuestro Señor significa amor» (Juliana de Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).

Inspirada por el amor divino, Juliana hizo una opción radical. Como una antigua anacoreta, eligió vivir en una celda, situada en las proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de la ciudad de Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de Londres. Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el nombre del santo al que estaba dedicada la iglesia cerca de la cual vivió durante muchos años, hasta su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta decisión de vivir «recluida», como se decía en sus tiempos.

Pero no era la única que hizo esa opción: en aquellos siglos un número considerable de mujeres eligió este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas expresamente para ellas, como la compuesta por san Elredo de Rieval. Las anacoretas o «reclusas», dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y al estudio. De ese modo, maduraban una sensibilidad humana y religiosa finísima, por la que la gente las veneraba. Hombres y mujeres de todas las edades y de toda condición, cuando necesitaban consejos y consuelo, las buscaban devotamente. Por tanto, no se trataba de una elección individualista; precisamente con esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser consejera para muchos, de ayudar a quienes vivían entre dificultades en esta vida.

Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como lo confirma la autobiografía de otra fervorosa cristiana de su tiempo, Margery Kempe, que acudió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su vida espiritual. Por este motivo, cuando Juliana vivía, la llamaban Madre Juliana, como está escrito en el monumento fúnebre que contiene sus restos mortales. Se había convertido en una madre para muchos.

Las mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios, precisamente gracias a esta opción suya, adquieren un gran sentido de compasión por las penas y las debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios, disponen de una sabiduría que el mundo, del cual se alejan, no posee y, con amabilidad, la comparten con quienes llaman a su puerta. Pienso, por tanto, con admiración y reconocimiento, en los monasterios de clausura femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de esperanza, tesoro precioso para toda la Iglesia, especialmente a la hora de recordar el primado de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para el camino de fe.

Precisamente en la soledad habitada por Dios, Juliana de Norwich compuso las Revelaciones del Amor divino, de las que nos han llegado dos versiones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga. Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de que Dios nos ama y su Providencia nos protege. En él leemos estas estupendas palabras: «Vi con seguridad absoluta… que Dios aun antes de crearnos nos ha amado con un amor que nunca ha disminuido y que nunca se desvanecerá. Y con este amor él ha hecho todas sus obras, y con este amor él ha hecho que todas las cosas resulten útiles para nosotros, y con este amor nuestra vida dura para siempre… En este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin» (Il libro delle rivelazioni, cap. 86, p. 320).

El tema del amor divino se repite a menudo en las visiones de Juliana de Norwich que, con cierta audacia, no duda en compararlo también con el amor materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios para con nosotros son tan grandes que, a nosotros, peregrinos en esta tierra, nos evocan el amor de una madre por sus hijos. En realidad, también los profetas bíblicos utilizaron a veces este lenguaje que recuerda la ternura, la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la creación y en toda la historia de la salvación y tiene su culmen en la Encarnación del Hijo. Pero Dios supera siempre todo amor humano, como dice el profeta Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49, 15). Juliana de Norwich comprendió el mensaje central para la vida espiritual: Dios es amor y sólo cuando nos abrimos, completamente y con confianza total, a este amor y dejamos que sea la única guía de nuestra vida, todo queda transfigurado, encontramos la verdadera paz y la verdadera alegría y somos capaces de difundirlas a nuestro alrededor.

Quiero subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia católica refiere las palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe católica sobre un tema que no cesa de constituir una provocación para todos los creyentes (cf. nn. 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los santos, precisamente los santos, se han planteado esta pregunta. Iluminados por la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza y a la esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, incluso del mal, Dios sabe sacar un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich: «Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe y, por tanto, debía creer perfectamente y con seguridad que todo iba a redundar en bien…» (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).

Sí, queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios siempre son más grandes que nuestras expectativas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca quedaremos defraudados. «Y todo será bien», «todo será para bien»: este es el mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también yo os propongo hoy. Gracias.

 

Descárgate el documento haciendo clic en el siguiente enlace:

audiencia_01122010_cast.doc