Queridos hermanos y hermanas:

Hoy deseo hablar de mi viaje apostólico a Chipre, que en muchos aspectos representa una continuidad con los anteriores a Tierra Santa y a Malta. Gracias a Dios, esta visita pastoral ha ido muy bien, puesto que ha logrado felizmente sus objetivos. Ya de por sí constituía un acontecimiento histórico; en efecto, hasta ahora el Obispo de Roma nunca había ido a esa tierra bendecida por el trabajo apostólico de san Pablo y san Bernabé y tradicionalmente considerada parte de Tierra Santa. Tras las huellas del Apóstol de los gentiles me hice peregrino del Evangelio, ante todo para confirmar en la fe a las comunidades católicas, una minoría pequeña pero activa en la isla, alentándolas también a proseguir el camino hacia la plena unidad entre los cristianos, especialmente con los hermanos ortodoxos. Al mismo tiempo, quise abrazar idealmente a todas las poblaciones de Oriente Medio y bendecirlas en el nombre del Señor, invocando de Dios el don de la paz. En todas partes me reservaron una acogida cordial, y aprovecho de buen grado esta ocasión para expresar de nuevo mi viva gratitud en primer lugar al arzobispo de Chipre de los maronitas, monseñor Joseph Soueif, y a Su Beatitud monseñor Fouad Twal, así como a sus colaboradores, renovando a cada uno mi aprecio por su acción apostólica. También expreso mi sentido agradecimiento al Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa de Chipre, y de modo particular a Su Beatitud Crisóstomos II, arzobispo de Nueva Justiniana y de todo Chipre, a quien tuve la alegría de abrazar con afecto fraterno, como también al presidente de la República, a todas las autoridades civiles y a cuantos de varias maneras han trabajado de modo encomiable para el éxito de mi visita pastoral.

El viaje comenzó el 4 de junio en la antigua ciudad de Pafos, donde me sentí envuelto en un clima que parecía casi la síntesis perceptible de dos mil años de historia cristiana. Los restos arqueológicos allí presentes son el signo de una antigua y gloriosa herencia espiritual, que todavía hoy sigue teniendo un fuerte impacto en la vida del país. En la iglesia de Santa Ciríaca Crisopolitisa, lugar de culto ortodoxo abierto también a los católicos y a los anglicanos ubicado dentro del sitio arqueológico, se llevó a cabo una conmovedora celebración ecuménica. Con el arzobispo ortodoxo Crisóstomos II y los representantes de las comunidades armenia, luterana y anglicana, renovamos fraternalmente el recíproco e irreversible compromiso ecuménico. Esos mismos sentimientos los manifesté sucesivamente a Su Beatitud Crisóstomos II en el cordial encuentro en su residencia, durante el cual también constaté cuán vinculada está la Iglesia ortodoxa de Chipre al destino de ese pueblo, conservando un devoto y grato recuerdo del arzobispo Macario III, popularmente considerado padre y benefactor de la nación, a quien también yo quise rendir homenaje deteniéndome brevemente ante el monumento que lo representa. Este arraigo en la tradición no impide a la comunidad ortodoxa estar comprometida con decisión en el diálogo ecuménico junto con la comunidad católica, ambas animadas por el sincero deseo de recomponer la comunión plena y visible entre las Iglesias de Oriente y Occidente.

El 5 de junio, en Nicosia, capital de la isla, inicié la segunda etapa del viaje visitando al presidente de la República, que me acogió con gran amabilidad. En el encuentro con las autoridades civiles y con el Cuerpo diplomático subrayé de nuevo la importancia de fundar la ley positiva en los principios éticos de la ley natural, con el fin de promover la verdad moral en la vida pública. Fue un llamamiento a la razón, basado en los principios éticos y cargado de implicaciones exigentes para la sociedad actual, que a menudo ya no reconoce la tradición cultural en la que está fundada.

La liturgia de la Palabra, celebrada en la escuela primaria San Marón, representó uno de los momentos más sugestivos del encuentro con la comunidad católica de Chipre, en sus componentes maronita y latino, y me permitió conocer de cerca el fervor apostólico de los católicos chipriotas, fervor que se expresa también mediante la actividad educativa y asistencial con decenas de instituciones, que se ponen al servicio de la colectividad y cuentan con el aprecio de las autoridades gubernativas y de toda la población. Fue un momento alegre y de fiesta, animado por el entusiasmo de numerosos niños, muchachos y jóvenes. No faltó el aspecto de la memoria, que hizo percibir de modo conmovedor el alma de la Iglesia maronita, que precisamente este año celebra los 1600 años de la muerte de su fundador, san Marón. Al respecto, fue especialmente significativa la presencia de algunos católicos maronitas originarios de cuatro aldeas de la isla donde los cristianos son pueblo que sufre y espera; les manifesté mi paterna comprensión por sus aspiraciones y dificultades.

En esa misma celebración pude admirar el compromiso apostólico de la comunidad latina, guiada por la solicitud del Patriarca latino de Jerusalén y por el celo pastoral de los Frailes Menores de Tierra Santa, que se ponen al servicio de la gente con perseverante generosidad. Los católicos de rito latino, muy activos en el ámbito caritativo, reservan una atención especial a los trabajadores y a los más necesitados. A todos, latinos y maronitas aseguré mi recuerdo en la oración, alentándolos a dar testimonio del Evangelio también mediante un paciente trabajo de confianza recíproca entre cristianos y no cristianos, para construir una paz duradera y una armonía entre los pueblos.

Quise repetir la invitación a la confianza y a la esperanza durante la misa, celebrada en la parroquia de la Santa Cruz en presencia de los sacerdotes, las personas consagradas, los diáconos, los catequistas y los exponentes de asociaciones y movimientos de la isla. Partiendo de la reflexión sobre el misterio de la cruz, dirigí luego un apremiante llamamiento a todos los católicos de Oriente Medio a fin de que, a pesar de las grandes pruebas y las conocidas dificultades, no cedan al desaliento y a la tentación de emigrar, puesto que su presencia en la región constituye un insustituible signo de esperanza. Les garanticé, especialmente a los sacerdotes y a los religiosos, la afectuosa e intensa solidaridad de toda la Iglesia, así como la incesante oración para que el Señor los ayude a ser siempre presencia viva y pacificadora.

Sin duda el momento culminante del viaje apostólico fue la entrega del Instrumentum laboris de la Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los obispos. Este acto tuvo lugar el domingo 6 de junio en el palacio de deportes de Nicosia, al término de la solemne celebración eucarística, en la que participaron los patriarcas y los obispos de las distintas comunidades eclesiales de Oriente Medio. Fue coral la participación del pueblo de Dios, «entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta», como dice el Salmo (42, 5). Lo experimentamos de modo concreto también gracias a la presencia de muchos inmigrantes, que forman un significativo grupo en la población católica de la isla, donde se han integrado sin dificultades. Rezamos juntos por el alma del difunto obispo monseñor Luigi Padovese, presidente de la Conferencia episcopal turca, cuya imprevista y trágica muerte nos dejó afligidos y consternados.

El tema de la Asamblea sinodal para Oriente Medio, que tendrá lugar en Roma durante el próximo mes de octubre, habla de comunión y de apertura a la esperanza: «La Iglesia católica en Oriente Medio: comunión y testimonio». En efecto, este importante acontecimiento se configura como un encuentro de la cristiandad católica de esa región, en sus diversos ritos, pero al mismo tiempo como búsqueda renovada de diálogo y de valentía para el futuro. Por tanto, lo acompañará el afecto orante de toda la Iglesia, en cuyo corazón Oriente Medio ocupa un lugar especial, pues fue precisamente allí donde Dios se dio a conocer a nuestros padres en la fe. No faltará, sin embargo, la atención de otros sujetos de la sociedad mundial, especialmente de los protagonistas de la vida pública, llamados a actuar con constante empeño a fin de que esa región pueda superar las situaciones de sufrimiento y de conflicto que todavía la afligen y recuperar finalmente la paz en la justicia.

Antes de despedirme de Chipre quise visitar la catedral maronita de Nicosia, donde también estaba presente el cardenal Pierre Nasrallah Sfeir, Patriarca de Antioquía de los maronitas. Renové mi sincera cercanía y mi viva comprensión a todas las comunidades de la antigua Iglesia maronita esparcidas por la isla, a cuyas costas los maronitas llegaron en varios períodos y donde a menudo pasaron por duras pruebas para permanecer fieles a su herencia cristiana específica, cuyos recuerdos históricos y artísticos constituyen un patrimonio cultural para toda la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, he regresado al Vaticano con el alma llena de gratitud a Dios y con sentimientos de sincero afecto y estima por los habitantes de Chipre, por los cuales me he sentido acogido y comprendido. En la noble tierra chipriota pude ver la obra apostólica de las distintas tradiciones de la única Iglesia de Cristo y pude casi sentir cómo numerosos corazones latían al unísono.
Precisamente como afirmaba el tema del viaje: «Un solo corazón, una sola alma». La comunidad católica chipriota, en sus articulaciones maronita, armenia y latina, se esfuerza incesantemente por ser un solo corazón y una sola alma, tanto en su seno como en las relaciones cordiales y constructivas con los hermanos ortodoxos y con las demás expresiones cristianas. Que el pueblo chipriota y las demás naciones de Oriente Medio, con sus gobernantes y los representantes de las distintas religiones, construyan juntos un futuro de paz, de amistad y de colaboración fraterna. Recemos para que, por intercesión de María santísima, el Espíritu Santo haga fecundo este viaje apostólico, y anime en todo el mundo la misión de la Iglesia, instituida por Cristo para anunciar a todos los pueblos el Evangelio de la verdad, del amor y de la paz.

 

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