Queridos hermanos y hermanas:

Nos estamos acercando a la conclusión del Año sacerdotal y, en este último miércoles de abril, quiero hablar de dos santos sacerdotes ejemplares en su entrega a Dios y en su testimonio de caridad, vivida en la Iglesia y para la Iglesia, hacia los hermanos más necesitados: san Leonardo Murialdo y san José Benito Cottolengo. Del primero recordamos los 110 años de la muerte y los 40 años de la canonización; del segundo, han comenzado las celebraciones para el segundo centenario de su ordenación sacerdotal.

Leonardo Murialdo nació en Turín el 26 de octubre de 1828: es la Turín de san Juan Bosco y de san José Cottolengo, tierra fecundada por numerosos ejemplos de santidad de fieles laicos y de sacerdotes. Leonardo era el octavo hijo de una familia sencilla. De niño, junto con su hermano, entró en el colegio de los padres escolapios de Savona para cursar la enseñanza primaria, secundaria y superior; allí encontró a educadores preparados, en un clima de religiosidad basado en una catequesis seria, con prácticas de piedad regulares. Sin embargo, durante la adolescencia atravesó una profunda crisis existencial y espiritual que lo llevó a anticipar el regreso a su familia y a concluir los estudios en Turín, donde se matriculó en el bienio de filosofía. La «vuelta a la luz» aconteció —como cuenta— después de algunos meses, con la gracia de una confesión general, en la cual volvió a descubrir la inmensa misericordia de Dios; entonces, con 17 años, maduró la decisión de hacerse sacerdote, como respuesta de amor a Dios que lo había aferrado con su amor. Fue ordenado el 20 de septiembre de 1851. Precisamente en aquel período, como catequista del Oratorio del Ángel Custodio, don Bosco lo conoció, lo apreció y lo convenció a aceptar la dirección del nuevo Oratorio de San Luis en «Porta Nuova», que dirigió hasta 1865. Allí también entró en contacto con los graves problemas de las clases más pobres, visitó sus casas, madurando una profunda sensibilidad social, educativa y apostólica que lo llevó a dedicarse después, de forma autónoma, a múltiples iniciativas en favor de la juventud. Catequesis, escuela, actividades recreativas fueron los fundamentos de su método educativo en el Oratorio. Don Bosco quiso que lo acompañara también con ocasión de la audiencia que le concedió el beato Pío IX en 1858.

En 1873 fundó la Congregación de San José, cuyo fin apostólico fue, desde el principio, la formación de la juventud, especialmente la más pobre y abandonada. El ambiente turinés de ese tiempo estaba marcado por un intenso florecimiento de obras y actividades caritativas promovidas por Leonardo Murialdo hasta su muerte, que tuvo lugar el 30 de marzo de 1900.

Me complace subrayar que el núcleo central de la espiritualidad de Murialdo es la convicción del amor misericordioso de Dios: un Padre siempre bueno, paciente y generoso, que revela la grandeza y la inmensidad de su misericordia con el perdón. San Leonardo experimentó esta realidad no a nivel intelectual sino existencial, mediante el encuentro vivo con el Señor. Siempre se consideró un hombre favorecido por Dios misericordioso: por esto vivió el sentimiento gozoso de la gratitud al Señor, la serena conciencia de sus propias limitaciones, el deseo ardiente de penitencia, el compromiso constante y generoso de conversión. Veía toda su existencia no sólo iluminada, guiada, sostenida por este amor, sino continuamente inmersa en la infinita misericordia de Dios. En su testamento espiritual escribió: «Tu misericordia me rodea, oh Señor… Como Dios está siempre y en todas partes, así es siempre y en todas partes amor, es siempre y en todas partes misericordia». Recordando el momento de crisis que tuvo en su juventud, anotó: «El buen Dios quería que resplandeciera de nuevo su bondad y generosidad de modo completamente singular. No sólo me admitió de nuevo en su amistad, sino que me llamó a una elección de predilección: me llamó al sacerdocio, y esto apenas algunos meses después de que yo volviera a él». Por eso, san Leonardo vivió la vocación sacerdotal como un don gratuito de la misericordia de Dios con sentido de reconocimiento, alegría y amor. Escribió también: «¡Dios me ha elegido a mí! Me ha llamado, incluso me ha forzado al honor, a la gloria, a la felicidad inefable de ser su ministro, de ser «otro Cristo» … Y ¿dónde estaba yo cuando me has buscado, Dios mío? ¡En el fondo del abismo! Yo estaba allí, y allí fue Dios a buscarme; allí me hizo escuchar su voz…».

Subrayando la grandeza de la misión del sacerdote, que debe «continuar la obra de la redención, la gran obra de Jesucristo, la obra del Salvador del mundo», es decir, la de «salvar las almas», san Leonardo se recordaba siempre a sí mismo y recordaba a sus hermanos la responsabilidad de una vida coherente con el sacramento recibido. Amor de Dios y amor a Dios: esta fue la fuerza de su camino de santidad, la ley de su sacerdocio, el significado más profundo de su apostolado entre los jóvenes pobres y la fuente de su oración. San Leonardo Murialdo se abandonó con confianza a la Providencia, cumpliendo generosamente la voluntad divina, en contacto con Dios y dedicándose a los jóvenes pobres. De este modo unió el silencio contemplativo con el ardor incansable de la acción, la fidelidad a los deberes de cada día con la genialidad de las iniciativas, la fuerza en las dificultades con la serenidad de espíritu. Este es su camino de santidad para vivir el mandamiento del amor a Dios y al prójimo.

Cuarenta años antes de Leonardo Murialdo y con el mismo espíritu de caridad vivió san José Benito Cottolengo, fundador de la obra que él mismo denominó «Pequeña Casa de la Divina Providencia» y que hoy se llama también «Cottolengo». El próximo domingo, en mi visita pastoral a Turín, tendré ocasión de venerar los restos de este santo y de encontrarme con los huéspedes de la «Pequeña Casa».
José Benito Cottolengo nació en Bra, una pequeña localidad de la provincia de Cúneo, el 3 de mayo de 1786. Primogénito de doce hijos, seis de los cuales murieron en tierna edad, mostró desde niño una gran sensibilidad hacia los pobres. Abrazó el camino del sacerdocio, imitado también por dos hermanos. Los años de su juventud fueron los de la aventura napoleónica y de las consiguientes dificultades en campo religioso y social. Cottolengo llegó a ser un buen sacerdote, al que buscaban numerosos penitentes y, en la Turín de aquel tiempo, predicador de ejercicios espirituales y conferencias para los estudiantes universitarios, que lograban siempre un éxito notable. A la edad de 32 años fue nombrado canónigo de la Santísima Trinidad, una congregación de sacerdotes que tenía la tarea de oficiar en la Iglesia del Corpus Domini y de dar solemnidad a las ceremonias religiosas de la ciudad, pero en ese puesto se sentía inquieto. Dios lo estaba preparando para una misión especial y, precisamente con un encuentro inesperado y decisivo, le dio a entender cuál iba a ser su destino futuro en el ejercicio del ministerio.

El Señor siempre pone signos en nuestro camino para guiarnos a nuestro verdadero bien según su voluntad. Para Cottolengo esto sucedió, de modo dramático, el domingo 2 de septiembre de 1827 por la mañana. Proveniente de Milán llegó a Turín la diligencia, llena de gente como nunca, en la que viajaba apretujada toda una familia francesa; la mujer, con cinco hijos, estaba embarazada y tenía fiebre alta. Después de haber vagado por varios hospitales, esa familia encontró alojamiento en un dormitorio público, pero la situación de la mujer iba agravándose y algunos se pusieron a buscar un sacerdote. Por un misterioso designio se cruzaron con José Benito Cottolengo, y fue precisamente él, con el corazón abrumado y oprimido, quien acompañó a la muerte a esta joven madre, en medio de la congoja de toda la familia. Después de haber desempeñado esta dolorosa tarea, con el sufrimiento en el corazón, se puso ante el Santísimo Sacramento y rezó: «Dios mío, ¿por qué? ¿Por qué has querido que fuera testigo de esto? ¿Qué quieres de mí? ¡Hay que hacer algo!». Se levantó, tocó todas las campanas, encendió las velas y, al acoger a los curiosos en la iglesia, dijo: «¡Ha acontecido la gracia! ¡Ha acontecido la gracia!». Desde ese momento Cottolengo se transformó: utilizó todas sus capacidades, especialmente su habilidad económica y organizativa, para poner en marcha iniciativas a fin de sostener a los más necesitados.

Supo implicar en su empresa a decenas y decenas de colaboradores y voluntarios. Se desplazó a la periferia de Turín para extender su obra, creó una especie de aldea, en la que asignó un nombre significativo a cada edificio que logró construir: «casa de la fe», «casa de la esperanza», «casa de la caridad». Puso en práctica el estilo de las «familias», constituyendo verdaderas comunidades de personas, voluntarios y voluntarias, hombres y mujeres, religiosos y laicos, unidos para afrontar y superar juntos las dificultades que se presentaban. En aquella «Pequeña Casa de la Divina Providencia» cada uno tenía una tarea precisa: unos trabajaban, otros rezaban, otros servían, otros educaban, otros administraban. Todos, sanos o enfermos, compartían el mismo peso de la vida diaria. Con el tiempo, también la vida religiosa se especificó según las necesidades y las exigencias particulares. Asimismo, pensó en un seminario propio, para una formación específica de los sacerdotes de la Obra. Siempre estuvo dispuesto a seguir y a servir a la Divina Providencia, nunca a cuestionarla. Decía: «Yo no valgo para nada y ni siquiera sé lo qué hago. Pero seguro que la Divina Providencia sabe lo que quiere. A mí me corresponde sólo secundarla. Adelante in Domino». Para sus pobres y los más necesitados siempre se definió «el obrero de la Divina Providencia».

Junto a las pequeñas aldeas fundó también cinco monasterios de monjas contemplativas y uno de eremitas, y los consideró como una de sus realizaciones más importantes: una especie de «corazón» que debía latir para toda la Obra. Murió el 30 de abril de 1842, pronunciando estas palabras: «Misericordia, Domine; Misericordia, Domine. Buena y santa Providencia… Virgen santa, ahora os toca a Vos». Su vida, como escribió un periódico de la época, fue «una intensa jornada de amor».

Queridos amigos, estos dos santos sacerdotes, de los cuales he trazado algunos rasgos, vivieron su ministerio en la entrega total de su vida a los más pobres, a los más necesitados, a los últimos, encontrando siempre la raíz profunda, la fuente inagotable de su acción en la relación con Dios, bebiendo de su amor, en la convicción profunda de que no es posible practicar la caridad sin vivir en Cristo y en la Iglesia. Que su intercesión y su ejemplo sigan iluminando el ministerio de tantos sacerdotes que se donan con generosidad por Dios y por el rebaño que les ha sido encomendado, y que ayuden a cada uno a entregarse con alegría y generosidad a Dios y al prójimo.

 

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