Queridos hermanos y hermanas:
Como sabéis, el sábado y el domingo pasados realicé un viaje apostólico a Malta, sobre el que hoy quiero hablar brevemente. La ocasión de mi visita pastoral fue el 1950° aniversario del naufragio del apóstol san Pablo en las costas del archipiélago maltés y de su permanencia en aquellas islas durante casi tres meses. El acontecimiento se sitúa alrededor del año 60 y el libro de los Hechos de los Apóstoles lo narra con numerosos detalles (cc. 27-28). Como le sucedió a san Pablo, también yo he experimentado la calurosa acogida de los malteses —verdaderamente extraordinaria— y por esto expreso de nuevo mi reconocimiento más vivo y cordial al presidente de la República, al Gobierno y a las demás autoridades del Estado, y doy fraternalmente las gracias a los obispos del país y a todos los que han colaborado para preparar este encuentro festivo entre el Sucesor de Pedro y la población maltesa. La historia de este pueblo de casi dos mil años es inseparable de la fe católica, que caracteriza su cultura y sus tradiciones: se dice que en Malta hay nada menos que 365 iglesias, «una para cada día del año», una señal visible de esta profunda fe.
Todo comenzó con aquel naufragio: después de ir a la deriva durante catorce días, empujada por los vientos, la nave que transportaba a Roma al apóstol san Pablo y a muchas otras personas encalló en un banco de la isla de Malta. Por eso, después de mantener un encuentro muy cordial con el presidente de la República, en la capital La Valeta —que tuvo el hermoso marco del jovial saludo de numerosos chicos y chicas—, en seguida me dirigí en peregrinación a la llamada «Gruta de San Pablo», en Rabat, para un momento intenso de oración. Asimismo, allí pude saludar a un grupo numeroso de misioneros malteses. Pensar en ese pequeño archipiélago en el centro del Mediterráneo, y en cómo llegó allí la semilla del Evangelio, suscita un sentimiento de gran asombro por los misteriosos designios de la Providencia divina: viene espontáneo dar gracias al Señor y también a san Pablo que, en medio de aquella violenta tempestad, mantuvo la confianza y la esperanza, y las transmitió a su vez a sus compañeros de viaje. De ese naufragio, o mejor, de la sucesiva permanencia de san Pablo en Malta, nació una comunidad cristiana fervorosa y sólida, que dos mil años después sigue siendo fiel al Evangelio y se esfuerza por conjugarlo con las complejas cuestiones de la época contemporánea. Naturalmente, esto no siempre es fácil, ni se puede dar por descontado, pero los habitantes de Malta saben encontrar en la visión cristiana de la vida las respuestas a los nuevos desafíos. Un signo de ello, por ejemplo, es el hecho de que haya mantenido firme el profundo respeto de la vida por nacer y de la sacralidad del matrimonio, optando por no introducir el aborto y el divorcio en el ordenamiento jurídico del país.
Por tanto, mi viaje tenía el objetivo de confirmar en la fe a la Iglesia que está en Malta, una realidad muy viva, bien compaginada y presente en el territorio de Malta y Gozo. Toda esta comunidad se había dado cita en Floriana, en Granary Square, la plaza situada delante de la iglesia de San Publio, donde celebré la santa misa participada con gran fervor. Para mí fue motivo de alegría, y también de consuelo, sentir el calor especial de ese pueblo que da la impresión de ser una gran familia, unida por la fe y la visión cristiana de la vida. Después de la celebración, quise encontrarme con algunas personas víctimas de abusos por parte de miembros del clero. Compartí con ellos el sufrimiento y, con conmoción, recé con ellos, asegurando la acción de la Iglesia.
Malta da la impresión de ser una gran familia; no hay que pensar que, a causa de su conformación geográfica, sea una sociedad «aislada» del mundo. No es así, y se ve, por ejemplo, por los contactos que Malta mantiene con varios países y por el hecho de que en numerosas naciones se encuentran sacerdotes malteses. En efecto, las familias y las parroquias de Malta han sabido educar a numerosos jóvenes en el sentido de Dios y de la Iglesia, de modo que muchos de ellos han respondido generosamente a la llamada de Jesús y se han hecho presbíteros. Entre estos, un gran número ha abrazado el compromiso misionero ad gentes, en tierras lejanas, heredando el espíritu apostólico que impulsó a san Pablo a llevar el Evangelio a donde todavía no había llegado. Este es un aspecto que reafirmé de buen grado, es decir, que «la fe se fortalece dándola» (Redemptoris missio, 2). Desde la cepa de esta fe, Malta se ha desarrollado y ahora se abre a varias realidades económicas, sociales y culturales, a las cuales ofrece una valiosa aportación.
Está claro que a lo largo de los siglos Malta a menudo ha tenido que defenderse, como se ve por sus fortificaciones. La posición estratégica del pequeño archipiélago obviamente llamaba la atención de las distintas potencias políticas y militares. Y, aun así, la vocación más profunda de Malta es la cristiana, es decir, la vocación universal de la paz. La célebre cruz de Malta, que todos asocian a esa nación, ha ondeado muchas veces en medio de conflictos y contiendas; pero, gracias a Dios, nunca ha perdido su significado auténtico y perenne: es el signo del amor y de la reconciliación, y esta es la verdadera vocación de los pueblos que acogen y abrazan el mensaje cristiano.
Malta, encrucijada natural, está en el centro de rutas de migración: hombres y mujeres, como san Pablo un tiempo, arriban a las costas maltesas, a veces impulsados por condiciones de vida bastante arduas, por violencias y persecuciones, y naturalmente esto conlleva complejos problemas en el plano humanitario, político y jurídico, problemas que no tienen soluciones fáciles, sino que hay que buscarlas con perseverancia y tenacidad, concertando las intervenciones a nivel internacional. Así conviene que se actúe en todas las naciones en las que los valores cristianos son la raíz de sus Cartas constitucionales y culturas.
El desafío de conjugar en la complejidad de hoy la perenne validez del Evangelio es fascinante para todos, pero especialmente para los jóvenes. Las nuevas generaciones, en efecto, lo sienten de modo mucho más fuerte; por eso, pese a que mi visita fue breve, quise que tampoco en Malta faltara el encuentro con los jóvenes. Fue un momento de diálogo profundo e intenso, y el ambiente en el que tuvo lugar —el puerto de La Valeta— y el entusiasmo de los jóvenes lo hicieron todavía más hermoso. No podía menos de recordarles la experiencia juvenil de san Pablo: una experiencia extraordinaria, única y, sin embargo, capaz de hablar a las nuevas generaciones de toda época, por la transformación radical que conllevó el encuentro con Cristo resucitado. Por lo tanto, miré a los jóvenes de Malta como a herederos potenciales de la aventura espiritual de san Pablo, llamados como él a descubrir la belleza del amor de Dios que se nos ha dado en Jesucristo; a abrazar el misterio de su cruz; a salir vencedores en las pruebas y las tribulaciones; a no tener miedo de las «tempestades» de la vida, ni tampoco de los naufragios, porque el designio de amor de Dios también es más grande que las tempestades y los naufragios.
Queridos amigos, en síntesis, este ha sido el mensaje que llevé a Malta. Pero, como apuntaba, ha sido mucho lo que yo mismo he recibido de esa Iglesia, de ese pueblo bendecido por Dios, que ha sabido colaborar válidamente con su gracia. Que por intercesión del apóstol san Pablo, de san Jorge Preca, sacerdote, primer santo maltés, y de la Virgen María, a quien los fieles de Malta y Gozo veneran con tanta devoción, progrese en la paz y en la prosperidad.
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