Queridos hermanos y hermanas:
Estamos viviendo los días santos que nos invitan a meditar los acontecimientos centrales de nuestra redención, el núcleo esencial de nuestra fe. Mañana comienza el Triduo pascual, fulcro de todo el año litúrgico, en el cual estamos llamados al silencio y a la oración para contemplar el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor.
En las homilías, los Padres a menudo hacen referencia a estos días que, como explica san Atanasio en una de sus Cartas pascuales, nos introducen «en el tiempo que nos da a conocer un nuevo inicio, el día de la santa Pascua, en la que el Señor se inmoló» (Carta 5, 1-2).
Os exhorto, por tanto, a vivir intensamente estos días, a fin de que orienten decididamente la vida de cada uno a la adhesión generosa y convencida a Cristo, muerto y resucitado por nosotros.
En la santa Misa crismal, preludio matutino del Jueves santo, se reunirán mañana por la mañana los presbíteros con su obispo. Durante una significativa celebración eucarística, que habitualmente tiene lugar en las catedrales diocesanas, se bendecirán el óleo de los enfermos, de los catecúmenos, y el crisma. Además, el obispo y los presbíteros renovarán las promesas sacerdotales que pronunciaron el día de su ordenación. Este año, ese gesto asume un relieve muy especial, porque se sitúa en el ámbito del Año sacerdotal, que convoqué para conmemorar el 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars. Quiero repetir a todos los sacerdotes el deseo que formulé en la conclusión de la carta de convocatoria: «A ejemplo del santo cura de Ars, dejaos conquistar por Cristo y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz».
Mañana por la tarde celebraremos el momento de la institución de la Eucaristía. El apóstol san Pablo, escribiendo a los Corintios, confirmaba a los primeros cristianos en la verdad del misterio eucarístico, comunicándoles él mismo lo que había aprendido: «El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros; haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre. Haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía»» (1 Co 11, 23-25). Estas palabras manifiestan con claridad la intención de Cristo: bajo las especies del pan y del vino, él se hace presente de modo real con su cuerpo entregado y con su sangre derramada como sacrificio de la Nueva Alianza. Al mismo tiempo, constituye a los Apóstoles y a sus sucesores ministros de este sacramento, que entrega a su Iglesia como prueba suprema de su amor.
Además, con un rito sugestivo, recordaremos el gesto de Jesús que lava los pies a los Apóstoles (cf. Jn 13, 1-25). Este acto se convierte para el evangelista en la representación de toda la vida de Jesús y revela su amor hasta el extremo, un amor infinito, capaz de habilitar al hombre para la comunión con Dios y hacerlo libre. Al final de la liturgia del Jueves santo, la Iglesia reserva el Santísimo Sacramento en un lugar adecuadamente preparado, que representa la soledad de Getsemaní y la angustia mortal de Jesús. Ante la Eucaristía, los fieles contemplan a Jesús en la hora de su soledad y rezan para que cesen todas las soledades del mundo. Este camino litúrgico es, asimismo, una invitación a buscar el encuentro íntimo con el Señor en la oración, a reconocer a Jesús entre los que están solos, a velar con él y a saberlo proclamar luz de la propia vida.
El Viernes santo haremos memoria de la pasión y de la muerte del Señor. Jesús quiso ofrecer su vida como sacrificio para el perdón de los pecados de la humanidad, eligiendo para ese fin la muerte más cruel y humillante: la crucifixión. Existe una conexión inseparable entre la última Cena y la muerte de Jesús. En la primera, Jesús entrega su Cuerpo y su Sangre, o sea, su existencia terrena, se entrega a sí mismo, anticipando su muerte y transformándola en acto de amor. Así, la muerte que, por naturaleza, es el fin, la destrucción de toda relación, queda transformada por él en acto de comunicación de sí, instrumento de salvación y proclamación de la victoria del amor. De ese modo, Jesús se convierte en la clave para comprender la última Cena que es anticipación de la transformación de la muerte violenta en sacrificio voluntario, en acto de amor que redime y salva al mundo.
El Sábado santo se caracteriza por un gran silencio. Las Iglesias están desnudas y no se celebran liturgias particulares. En este tiempo de espera y de esperanza, los creyentes son invitados a la oración, a la reflexión, a la conversión, también a través del sacramento de la reconciliación, para poder participar, íntimamente renovados, en la celebración de la Pascua.
En la noche del Sábado santo, durante la solemne Vigilia pascual, «madre de todas las vigilias», ese silencio se rompe con el canto del Aleluya, que anuncia la resurrección de Cristo y proclama la victoria de la luz sobre las tinieblas, de la vida sobre la muerte. La Iglesia gozará en el encuentro con su Señor, entrando en el día de la Pascua que el Señor inaugura al resucitar de entre los muertos.
Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir intensamente este Triduo sacro ya inminente, para estar cada vez más profundamente insertados en el misterio de Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Que nos acompañe en este itinerario espiritual la Virgen santísima. Que ella, que siguió a Jesús en su pasión y estuvo presente al pie de la cruz, nos introduzca en el misterio pascual, para que experimentemos la alegría y la paz de Cristo resucitado.
Con estos sentimientos, desde ahora os deseo de corazón una santa Pascua a todos, felicitación que extiendo a vuestras comunidades y a todos vuestros seres queridos.
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