Queridos hermanos y hermanas:
Hoy me detengo en una interesante página de la historia que atañe al florecimiento de la teología latina en el siglo XII gracias a una serie providencial de coincidencias. En los países de Europa occidental reinaba por aquel entonces una paz relativa, que aseguraba a la sociedad el desarrollo económico y la consolidación de las estructuras políticas, y favorecía una intensa actividad cultural, entre otras causas gracias a los contactos con Oriente. En la Iglesia se advertían los beneficios de la vasta acción conocida como reforma gregoriana, promovida vigorosamente en el siglo anterior, que había aportado una mayor pureza evangélica a la vida de la comunidad eclesial, sobre todo en el clero, y había restituido a la Iglesia y al Papado una auténtica libertad de acción. Además, se iba difundiendo una amplia renovación espiritual, sostenida por un fuerte crecimiento de la vida consagrada: nacían y se expandían nuevas Órdenes religiosas, mientras que las ya existentes vivían una prometedora recuperación.
La teología también volvió a florecer y adquirió una mayor conciencia de su naturaleza: afinó el método, afrontó problemas nuevos, avanzó en la contemplación de los misterios de Dios, produjo obras fundamentales, inspiró iniciativas importantes en la cultura, desde el arte hasta la literatura, y preparó las obras maestras del siglo sucesivo, el siglo de santo Tomás de Aquino y de san Buenaventura de Bagnoregio. Los ambientes en los que tuvo lugar esta intensa actividad teológica fueron dos: los monasterios y las escuelas de la ciudad, las scholæ, algunas de las cuales muy pronto darían vida a las universidades, que constituyen uno de los típicos «inventos» de la Edad Media cristiana. Precisamente a partir de estos dos ambientes —los monasterios y las scholae— se puede hablar de dos modelos diferentes de teología: la «teología monástica» y la «teología escolástica». Los representantes de la teología monástica eran monjes, por lo general abades, dotados de sabiduría y de fervor evangélico, que se dedicaban esencialmente a suscitar y a alimentar el deseo amoroso de Dios. Los representantes de la teología escolástica eran hombres cultos, apasionados por la investigación; magistri deseosos de mostrar la racionabilidad y la autenticidad de los misterios de Dios y del hombre, en los que ciertamente se cree por la fe, pero que también se comprenden con la razón. La distinta finalidad explica la diferencia de su método y de su manera de hacer teología.
En los monasterios del siglo XII el método teológico estaba vinculado principalmente a la explicación de la Sagrada Escritura, de la página sagrada, como decían los autores de ese periodo; se practicaba especialmente la teología bíblica. Todos los monjes escuchaban y leían devotamente las Sagradas Escrituras, y una de sus principales ocupaciones consistía en la lectio divina, es decir, en la lectura orante de la Biblia. Para ellos la simple lectura del texto sagrado no era suficiente para percibir su sentido profundo, su unidad interior y su mensaje trascendente. Por tanto, era necesario practicar una «lectura espiritual», llevada a cabo con docilidad al Espíritu Santo. En la escuela de los Padres, la Biblia se interpretaba alegóricamente, para descubrir en cada página, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, lo que dice de Cristo y de su obra de Salvación.
El Sínodo de los obispos del año pasado sobre la «Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia» recordó la importancia del enfoque espiritual de las Sagradas Escrituras. En este sentido, es útil tomar en consideración la herencia de la teología monástica, una ininterrumpida exégesis bíblica, como también las obras realizadas por sus representantes, valiosos comentarios ascéticos a los libros de la Biblia. A la preparación literaria la teología monástica unía la espiritual; es decir, era consciente de que no bastaba con una lectura puramente teórica y profana: para entrar en el corazón de la Sagrada Escritura hay que leerla identificándose con el espíritu con el que fue escrita y creada. La preparación literaria era necesaria para conocer el significado exacto de las palabras y facilitar la comprensión del texto, afinando la sensibilidad gramatical y filológica. El estudioso benedictino del siglo pasado Jean Leclercq tituló así el ensayo con el que presenta las características de la teología monástica: L’amour des lettres et le désir de Dieu ‘El amor por las palabras y el deseo de Dios’. Efectivamente, el deseo de conocer y de amar a Dios, que nos sale al encuentro a través de su Palabra que debemos acoger, meditar y practicar, lleva a intentar profundizar los textos bíblicos en todas sus dimensiones.
Hay otra actitud en la que insisten quienes practican la teología monástica: una íntima actitud orante, que debe preceder, acompañar y completar el estudio de la Sagrada Escritura. Puesto que, en resumidas cuentas, la teología monástica es escucha de la Palabra de Dios, no se puede dejar de purificar el corazón para acogerla y, sobre todo, no se puede dejar de encenderlo de fervor para encontrar al Señor. Por consiguiente, la teología se convierte en meditación, oración y canto de alabanza, e incita a una sincera conversión. No pocos representantes de la teología monástica alcanzaron, por este camino, las más altas metas de la experiencia mística, y constituyen una invitación también para nosotros a alimentar nuestra existencia con la Palabra de Dios, por ejemplo, mediante una escucha más atenta de las lecturas y del Evangelio, especialmente en la misa dominical. Es importante también reservar cada día cierto tiempo para la meditación de la Biblia, a fin de que la Palabra de Dios sea lámpara que ilumine nuestro camino cotidiano en la tierra.
La teología escolástica, en cambio —como decía—, se practicaba en las scholæ, que surgieron junto a las grandes catedrales de la época, para la preparación del clero, o alrededor de un maestro de teología y de sus discípulos, para formar profesionales de la cultura, en una época en la que el saber era cada vez más apreciado. En el método de los escolásticos era central la quæstio, es decir, el problema que se plantea al lector a la hora de afrontar las palabras de la Escritura y de la Tradición. Ante el problema que estos textos autorizados plantean, surgen preguntas y nace el debate entre el maestro y los alumnos. En ese debate aparecen, por una parte, los temas de la autoridad; y, por otra, los de la razón, y el debate se orienta a encontrar, al final, una síntesis entre autoridad y razón para alcanzar una comprensión más profunda de la Palabra de Dios. San Buenaventura dice al respecto que la teología es per additionem (cf. Commentaria in quatuor libros sententiarum, i, prœm., q. 1, concl.), es decir, la teología añade la dimensión de la razón a la Palabra de Dios y de este modo crea una fe más profunda, más personal y, por tanto, también más concreta en la vida del hombre. En este sentido, se encontraban distintas soluciones y se formaban conclusiones que comenzaban a construir un sistema de teología. La organización de las quæstiones llevaba a la elaboración de síntesis cada vez más extensas, pues se componían las diversas quæstiones con las respuestas encontradas, creando así una síntesis, las denominadas summæ, que eran en realidad amplios tratados teológico-dogmáticos nacidos de la confrontación entre la razón humana y la Palabra de Dios. La teología escolástica tenía como objetivo presentar la unidad y la armonía de la Revelación cristiana con un método, llamado precisamente escolástico, de la escuela, que confía en la razón humana: la gramática y la filología están al servicio del saber teológico, pero con mayor motivo lo está la lógica, es decir, la disciplina que estudia el «funcionamiento» del razonamiento humano, de manera que resulte evidente la verdad de una proposición. Todavía hoy, leyendo las summæ escolásticas sorprende el orden, la claridad, la concatenación lógica de los argumentos y la profundidad de algunas intuiciones. Con lenguaje técnico se atribuye a cada palabra un significado preciso, y entre el creer y el comprender se establece un movimiento recíproco de clarificación.
Queridos hermanos y hermanas, retomando la invitación de la Primera carta de san Pedro, la teología escolástica nos estimula a estar siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). Sentir nuestras las preguntas y de ese modo ser capaces de dar también una respuesta nos recuerda que entre fe y razón existe una amistad natural, fundada en el orden mismo de la creación. El siervo de Dios Juan Pablo II, al comienzo de la encíclica Fides et ratio escribe: «La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad.» La fe está abierta al esfuerzo de comprensión por parte de la razón; la razón, a su vez, reconoce que la fe no la mortifica, sino que la lanza hacia horizontes más amplios y elevados. Aquí se introduce la perenne lección de la teología monástica. Fe y razón, en diálogo recíproco, vibran de alegría cuando ambas están animadas por la búsqueda de la unión íntima con Dios. Cuando el amor vivifica la dimensión orante de la teología, el conocimiento que adquiere la razón se ensancha. La verdad se busca con humildad, se acoge con estupor y gratitud: en una palabra, el conocimiento sólo crece si ama la verdad. El amor se convierte en inteligencia y la teología en auténtica sabiduría del corazón, que orienta y sostiene la fe y la vida de los creyentes. Oremos, pues, para que el camino del conocimiento y de la profundización de los misterios de Dios siempre esté iluminado por el amor divino.
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