Queridos hermanos y hermanas:
Hoy nos detenemos a reflexionar sobre la figura de un monje oriental, Simeón el Nuevo Teólogo, cuyos escritos han ejercido un notable influjo en la teología y la espiritualidad de Oriente, de modo especial en lo que atañe a la experiencia de la unión mística con Dios. Simeón el Nuevo Teólogo nació en el año 949 en Galacia, en Paflagonia (Asia Menor), en el seno de una familia noble de provincia. Aún joven, se trasladó a Constantinopla para emprender los estudios y entrar al servicio del emperador. Pero se sintió poco atraído por la carrera civil que tenía en perspectiva y, bajo la influencia de iluminaciones interiores que experimentaba, se puso a buscar una persona que lo orientara en el momento lleno de dudas y perplejidades que estaba viviendo, y que lo ayudara a progresar en el camino de la unión con Dios. Encontró este guía espiritual en Simeón el Piadoso (Eulabes), un sencillo monje del monasterio de Studion, en Constantinopla, que le dio a leer el tratado La ley espiritual de Marcos el Monje. En este texto Simeón el Nuevo Teólogo encontró una enseñanza que le impresionó mucho: «Si buscas la curación espiritual —leyó en él— está atento a tu conciencia. Todo lo que ella te diga hazlo y encontrarás lo que te es útil». Desde ese momento —refiere él mismo— nunca se acostó sin preguntarse si la conciencia tenía algo que reprocharle.
Simeón entró en el monasterio de los Estuditas, donde, sin embargo, sus experiencias místicas y su extraordinaria devoción hacia el padre espiritual le causaron dificultades. Se trasladó al pequeño convento de San Mamés, también en Constantinopla, del cual, tres años después, llegó a ser abad, higúmeno. Allí realizó una intensa búsqueda de unión espiritual con Cristo, que le confirió gran autoridad. Es interesante notar que le dieron el apelativo de «Nuevo Teólogo», a pesar de que la tradición reservó el título de «Teólogo» a dos personalidades: al evangelista san Juan y a san Gregorio Nacianceno. Sufrió incomprensiones y el destierro, pero fue rehabilitado por el patriarca de Constantinopla, Sergio II.
Simeón el Nuevo Teólogo pasó la última fase de su vida en el monasterio de Santa Macrina, donde escribió gran parte de sus obras, haciéndose cada vez más célebre por sus enseñanzas y por sus milagros. Murió el 12 de marzo de 1022.
El más conocido de sus discípulos, Niceta Stetatos, que recopiló y copió nuevamente los escritos de Simeón, preparó una edición póstuma, redactando seguidamente su biografía. La obra de Simeón comprende nueve volúmenes, que se dividen en Capítulos teológicos, gnósticos y prácticos, tres volúmenes de Catequesis dirigidas a monjes, dos volúmenes de Tratados teológicos y éticos y un volumen de Himnos. No hay que olvidar tampoco sus numerosas Cartas. Todas estas obras han ocupado un lugar relevante en la tradición monástica oriental hasta nuestros días.
Simeón concentra su reflexión sobre la presencia del Espíritu Santo en los bautizados y sobre la conciencia que deben tener de esta realidad espiritual. La vida cristiana —subraya— es comunión íntima y personal con Dios; la gracia divina ilumina el corazón del creyente y lo conduce a la visión mística del Señor. En esta línea, Simeón el Nuevo Teólogo insiste en el hecho de que el verdadero conocimiento de Dios no viene de los libros, sino de la experiencia espiritual, de la vida espiritual. El conocimiento de Dios nace de un camino de purificación interior, que comienza con la conversión del corazón, gracias a la fuerza de la fe y del amor; pasa a través de un profundo arrepentimiento y dolor sincero de los propios pecados, para llegar a la unión con Cristo, fuente de alegría y de paz, invadidos por la luz de su presencia en nosotros. Para Simeón esa experiencia de la gracia divina no constituye un don excepcional para algunos místicos, sino que es fruto del Bautismo en la existencia de todo fiel seriamente comprometido.
Este es un punto sobre el que conviene reflexionar, queridos hermanos y hermanas. Este santo monje oriental nos invita a todos a prestar atención a la vida espiritual, a la presencia escondida de Dios en nosotros, a la sinceridad de la conciencia y a la purificación, a la conversión del corazón, para que el Espíritu Santo se haga realmente presente en nosotros y nos guíe. En efecto, si con razón nos preocupamos por cuidar nuestro crecimiento físico, humano e intelectual, es mucho más importante no descuidar el crecimiento interior, que consiste en el conocimiento de Dios, en el verdadero conocimiento, no sólo aprendido de los libros, sino interior, y en la comunión con Dios, para experimentar su ayuda en todo momento y en cada circunstancia.
En el fondo, esto es lo que Simeón describe cuando narra su propia experiencia mística. Ya de joven, antes de entrar en el monasterio, una noche, mientras prolongaba sus oraciones en casa, invocando la ayuda de Dios para luchar contra las tentaciones, había visto la habitación llena de luz. Después, cuando entró en el monasterio, le ofrecieron libros espirituales para instruirse, pero su lectura no le proporcionaba la paz que buscaba. Se sentía —refiere él mismo— como un pobre pajarito sin alas. Aceptó con humildad esta situación sin rebelarse y entonces comenzaron a multiplicarse de nuevo las visiones de luz. Queriendo asegurarse de su autenticidad, Simeón le preguntó directamente a Cristo: «Señor, ¿estás de verdad tú mismo aquí?». Sintió resonar en su corazón la respuesta afirmativa y quedó sumamente consolado. «Aquella fue, Señor —escribirá luego— la primera vez que me consideraste a mí, hijo pródigo, digno de escuchar tu voz».
Sin embargo, tampoco esta revelación lo dejó totalmente tranquilo. Más bien, se preguntaba si incluso aquella experiencia se debería considerar un espejismo. Un día, finalmente, sucedió un hecho fundamental para su experiencia mística.
Comenzó a sentirse como «un pobre que ama a los hermanos» (ptochós philádelphos). Veía en torno a sí muchos enemigos que querían tenderle asechanzas y hacerle daño, pero a pesar de ello sintió en sí mismo un intenso transporte de amor por ellos. ¿Cómo explicarlo? Evidentemente ese amor no podía venir de él mismo, sino que debía brotar de otra fuente. Simeón entendió que procedía de Cristo presente en él y todo le resultó claro: tuvo la prueba segura de que la fuente del amor en él era la presencia de Cristo y que tener en sí un amor que va más allá de sus intenciones personales indica que la fuente del amor está en él mismo. Así, por una parte, podemos decir que, sin cierta apertura al amor, Cristo no entra en nosotros, pero, por otra, Cristo se convierte en fuente de amor y nos transforma.
Queridos amigos, esta experiencia es muy importante para nosotros, hoy, para encontrar los criterios que nos indiquen si estamos realmente cerca de Dios, si Dios está y vive en nosotros. El amor de Dios crece en nosotros si permanecemos unidos a él con la oración y con la escucha de su palabra, con la apertura del corazón. Solamente el amor divino nos hace abrir el corazón a los demás y nos hace sensibles a sus necesidades, impulsándonos a considerar a todos como hermanos y hermanas, e invitándonos a responder al odio con el amor y a la ofensa con el perdón.
Reflexionando sobre esta figura de Simeón el Nuevo Teólogo, podemos descubrir otro elemento de su espiritualidad. En el camino de vida ascética propuesto y recorrido por él, la fuerte atención y concentración del monje en la experiencia interior confiere al padre espiritual del monasterio una importancia esencial. Como he recordado, Simeón, ya de joven había encontrado un director espiritual que le ayudó mucho y hacia el cual conservó una grandísima estima, hasta el punto de que tras su muerte le profesó una veneración también pública. Y quisiera decir que sigue siendo válida para todos —sacerdotes, personas consagradas y laicos, y especialmente para los jóvenes— la invitación a recurrir a los consejos de un buen padre espiritual, capaz de acompañar a cada uno en el conocimiento profundo de sí mismo, y conducirlo a la unión con el Señor, para que su existencia se conforme cada vez más al Evangelio. Para ir hacia el Señor necesitamos siempre un guía, un diálogo. No podemos hacerlo solamente con nuestras reflexiones. Y este es también el sentido de la eclesialidad de nuestra fe, de encontrar este guía.
Concluyendo, podemos sintetizar así la enseñanza y la experiencia mística de Simeón el Nuevo Teólogo: en su incesante búsqueda de Dios, incluso en las dificultades que encontró y en las críticas de que fue objeto, él, a fin de cuentas, se dejó guiar por el amor. Supo vivir él mismo y enseñar a sus monjes que lo esencial para todo discípulo de Jesús es crecer en el amor y así crecemos en el conocimiento de Cristo mismo, para poder afirmar con san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).
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