Queridos hermanos y hermanas:

Mi nueva encíclica, Caritas in veritate, que ayer fue presentada oficialmente, en su visión fundamental se inspira en un pasaje de la carta de san Pablo a los Efesios, en el que el Apóstol habla de obrar según la verdad en la caridad: «Obrando según la verdad en la caridad —lo acabamos de escuchar—, crezcamos en todo hasta aquel que es la cabeza, Cristo» (Ef 4, 15). La caridad en la verdad es, por tanto, la principal fuerza propulsora para el verdadero desarrollo de toda persona y de la humanidad entera. Por eso, en torno al principio caritas in veritate, gira toda la doctrina social de la Iglesia. Sólo con la caridad, iluminada por la razón y por la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un valor humano y humanizador. La caridad en la verdad «es el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores» (n. 6).

Ya en la introducción, la encíclica alude a dos criterios fundamentales: la justicia y el bien común. La justicia es parte integrante del amor «con obras y según la verdad» (1 Jn 3, 18) al que exhorta el apóstol san Juan (cf. n. 6). Y «amar a alguien es querer su bien y obrar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien vinculado a la vida social de las personas… Se ama al prójimo tanto más eficazmente cuanto más se trabaja» por el bien común. Por tanto, son dos los criterios operativos, la justicia y el bien común; gracias a este último, la caridad adquiere una dimensión social. Todo cristiano —dice la encíclica— está llamado a esta caridad, y añade: «Este es el camino institucional… de la caridad» (cf. n. 7).

Como otros documentos del Magisterio, también esta encíclica retoma, continúa y profundiza el análisis y la reflexión de la Iglesia sobre temas sociales de vital interés para la humanidad de nuestro siglo. De modo especial, enlaza con lo que escribió Pablo VI, hace más de cuarenta años, en la Populorum progressio, piedra miliar de la enseñanza social de la Iglesia, en la que el gran Pontífice traza algunas líneas decisivas, y siempre actuales, para el desarrollo integral del hombre y del mundo moderno. La situación mundial, como lo demuestra ampliamente la crónica de los últimos meses, sigue presentando problemas considerables y el «escándalo» de desigualdades clamorosas, que persisten a pesar de los compromisos asumidos en el pasado. Por una parte, se registran signos de graves desequilibrios sociales y económicos; por otra, desde muchas partes se piden reformas, que no pueden demorarse más tiempo, para colmar la brecha en el desarrollo de los pueblos. Con ese fin, el fenómeno de la globalización puede constituir una oportunidad real, pero para esto es importante que se emprenda una profunda renovación moral y cultural y un discernimiento responsable sobre las decisiones que es preciso tomar con vistas al bien común. Es posible un futuro mejor para todos si se funda en el redescubrimiento de los valores éticos fundamentales. Es decir, hace falta un nuevo proyecto económico que vuelva a planear el desarrollo de forma global, basándose en el fundamento ético de la responsabilidad ante Dios y ante el ser humano como criatura de Dios.

Ciertamente, la encíclica no pretende ofrecer soluciones técnicas a las amplios problemas sociales del mundo actual, pues esto no es competencia del Magisterio de la Iglesia (cf. n. 9). Sin embargo, recuerda los grandes principios que resultan indispensables para construir el desarrollo humano de los próximos años. Entre estos, en primer lugar, la atención a la vida del hombre, considerada como centro de todo verdadero progreso; el respeto del derecho a la libertad religiosa, siempre unido íntimamente al desarrollo del hombre; el rechazo de una visión prometeica del ser humano, que lo considere artífice absoluto de su propio destino. Una confianza ilimitada en las potencialidades de la tecnología resultaría al final ilusoria. Tanto en la política como en la economía hacen falta hombres rectos, que estén sinceramente atentos al bien común. En particular, teniendo presentes las emergencias mundiales, es urgente llamar la atención de la opinión pública hacia el drama del hambre y de la seguridad alimentaria, que afecta a una parte considerable de la humanidad. Un drama de tales dimensiones interpela a nuestra conciencia: es necesario afrontarlo con decisión, eliminando las causas estructurales que lo provocan y promoviendo el desarrollo agrícola de los países más pobres.

Estoy seguro de que este camino solidario que lleva al desarrollo de los países más pobres ayudará ciertamente a elaborar un proyecto de solución de la crisis global actual. No cabe duda de que se debe volver a valorar atentamente el papel y el poder político de los Estados, en una época en la que existen de hecho limitaciones a su soberanía a causa del nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional.

Por otro lado, no debe faltar la participación responsable de los ciudadanos en la política nacional e internacional, también gracias a un compromiso renovado de las asociaciones de trabajadores llamados a instaurar nuevas sinergias a nivel local e internacional. Los medios de comunicación social desempeñan, también en este campo, un papel destacado para el fortalecimiento del diálogo entre culturas y tradiciones diversas.

Así pues, si se quiere programar un desarrollo no viciado por las disfunciones y distorsiones hoy ampliamente presentes, se impone por parte de todos una seria reflexión sobre el sentido mismo de la economía y sobre sus finalidades. Lo exige el estado de salud ecológica del planeta; lo pide la crisis cultural y moral del hombre que emerge con evidencia en todas las partes del mundo. La economía necesita la ética para su correcto funcionamiento; necesita recuperar la importante contribución del principio de gratuidad y de la «lógica del don» en la economía de mercado, que no puede tener como única regla el lucro. Pero esto sólo es posible gracias al compromiso de todos, economistas y políticos, productores y consumidores, y presupone una formación de las conciencias que dé fuerza a los criterios morales en la elaboración de los proyectos políticos y económicos.

Con razón, desde muchas partes se apela al hecho de que los derechos presuponen deberes correspondientes, sin los cuales los derechos corren el riesgo de transformarse en arbitrariedad. Se repite cada vez más que toda la humanidad debe adoptar un estilo de vida diferente, en el que los deberes de cada uno respecto al medio ambiente vayan unidos a los deberes relativos a la persona considerada en sí misma y en relación con los demás. La humanidad es una sola familia y el diálogo fecundo entre fe y razón no puede menos de enriquecerla, haciendo más eficaz la obra de la caridad en lo social y constituyendo el marco apropiado para incentivar la colaboración entre creyentes y no creyentes, en la perspectiva compartida de trabajar por la justicia y la paz en el mundo. Como criterios-guía para esta interacción fraterna, en la encíclica indico los principios de subsidiariedad y solidaridad, en estrecha conexión entre sí.

Por último, ante los problemas tan vastos y profundos del mundo de hoy, he señalado la necesidad de una Autoridad política mundial regulada por el derecho, que se atenga a los mencionados principios de subsidiariedad y solidaridad y que esté firmemente orientada a la realización del bien común, en el respeto de las grandes tradiciones morales y religiosas de la humanidad.

El Evangelio nos recuerda que no sólo de pan vive el hombre: no sólo con bienes materiales se puede satisfacer la profunda sed de su corazón. El horizonte del hombre es indudablemente más alto y más vasto; por eso todo programa de desarrollo debe tener presente, junto al crecimiento material, el crecimiento espiritual de la persona humana, dotada precisamente de alma y cuerpo. Este es el desarrollo integral al que se refiere constantemente la doctrina social de la Iglesia, un desarrollo cuyo criterio orientador es la fuerza propulsora de la «caridad en la verdad».

Queridos hermanos y hermanas, oremos para que también esta encíclica ayude a la humanidad a sentirse una única familia comprometida en la realización de un mundo de justicia y de paz. Oremos para que los creyentes que actúan en los sectores de la economía y de la política descubran cuán importante es su testimonio evangélico coherente en el servicio que prestan a la sociedad. En particular, os invito a rezar por los jefes de Estado y de Gobierno del G8 que se reúnen estos días en L’Aquila. Que de esta importante cumbre mundial surjan decisiones y orientaciones útiles para el verdadero progreso de todos los pueblos, especialmente de los más pobres. Encomendemos estas intenciones a la intercesión materna de María, Madre de la Iglesia y de la humanidad.

 

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