Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis del miércoles pasado hablé de la relación de san Pablo con el Jesús prepascual en su vida terrena. La cuestión era: «¿Qué supo san Pablo de la vida de Jesús, de sus palabras, de su pasión?». Hoy quiero hablar de la enseñanza de san Pablo sobre la Iglesia. Debemos comenzar por la constatación de que esta palabra «Iglesia» en español, —como «Église» en francés o «Chiesa» en italiano— está tomada del griego Ekklēsía. Proviene del Antiguo Testamento y significa la asamblea del pueblo de Israel, convocada por Dios, y de modo particular la asamblea ejemplar al pie del Sinaí.
Con esta palabra se define ahora la nueva comunidad de los creyentes en Cristo que se sienten asamblea de Dios, la nueva convocatoria de todos los pueblos por parte de Dios y ante él. La palabra Ekklēsía aparece sólo en san Pablo, que es el primer autor de un escrito cristiano. Esto sucede en el inicio de la primera carta a los Tesalonicenses, donde san Pablo se dirige textualmente «a la Iglesia de los Tesalonicenses» (cf. después también a la «Iglesia de los Laodicenses» en Col 4, 16). En otras cartas habla de la Iglesia de Dios que está en Corinto (cf. 1 Co 1, 2; 2 Co 1, 1), que está en Galacia (cf. Ga 1, 2 etc.) —por tanto, Iglesias particulares—, pero dice también que persiguió a «la Iglesia de Dios», no a una comunidad local determinada, sino a «la Iglesia de Dios».
Así vemos que el significado de la palabra «Iglesia» tiene muchas dimensiones: por una parte, indica las asambleas de Dios en determinados lugares (una ciudad, un país, una casa), pero significa también toda la Iglesia en su conjunto. Así vemos que «la Iglesia de Dios» no es sólo la suma de distintas Iglesias locales, sino que las diversas Iglesias locales son a su vez realización de la única Iglesia de Dios. Todas juntas son la «Iglesia de Dios», que precede a las distintas Iglesias locales, y que se expresa, se realiza en ellas.
Es importante observar que casi siempre la palabra «Iglesia» aparece con el añadido de la calificación «de Dios»: no es una asociación humana, nacida de ideas o intereses comunes, sino de una convocación de Dios. Él la ha convocado y por eso es una en todas sus realizaciones. La unidad de Dios crea la unidad de la Iglesia en todos los lugares donde se encuentra. Más tarde, en la carta a los Efesios, san Pablo elaborará abundantemente el concepto de unidad de la Iglesia, en continuidad con el concepto de pueblo de Dios, Israel, considerado por los profetas como «esposa de Dios», llamada a vivir una relación esponsal con él.
San Pablo presenta a la única Iglesia de Dios como «esposa de Cristo» en el amor, un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo mismo. Es sabido que, de joven, san Pablo había sido adversario encarnizado del nuevo movimiento constituido por la Iglesia de Cristo. Había sido su adversario, porque consideraba que este nuevo movimiento amenazaba la fidelidad a la tradición del pueblo de Dios, animado por la fe en el Dios único. Esta fidelidad se expresaba sobre todo en la circuncisión, en la observancia de las reglas de la pureza cultual, de la abstención de ciertos alimentos, y del respeto del sábado.
Los israelitas habían pagado esta fidelidad con la sangre de los mártires en el período de los Macabeos, cuando el régimen helenista quería obligar a todos los pueblos a conformarse a la única cultura helenística. Muchos israelitas habían defendido con su sangre la vocación propia de Israel. Los mártires habían pagado con la vida la identidad de su pueblo, que se expresaba mediante estos elementos.
Tras el encuentro con Cristo resucitado, san Pablo entendió que los cristianos no eran traidores; al contrario, en la nueva situación, el Dios de Israel, mediante Cristo, había extendido su llamada a todas las gentes, convirtiéndose en el Dios de todos los pueblos. De esta forma se realizaba la fidelidad al único Dios; ya no eran necesarios los signos distintivos constituidos por las normas y las observancias particulares, porque todos estaban llamados, en su variedad, a formar parte del único pueblo de Dios en la «Iglesia de Dios» en Cristo.
En la nueva situación san Pablo tuvo clara inmediatamente una cosa: el valor fundamental y fundante de Cristo y de la «palabra» que lo anunciaba. San Pablo sabía que no sólo no se llega a ser cristiano por coerción, sino que en la configuración interna de la nueva comunidad el componente institucional estaba inevitablemente vinculado a la «palabra» viva, al anuncio del Cristo vivo en el cual Dios se abre a todos los pueblos y los une en un único pueblo de Dios. Es sintomático que san Lucas, en los Hechos de los Apóstoles utilice muchas veces, incluso a propósito de san Pablo, el sintagma «anunciar la palabra» (Hch 4, 29.31; 8, 25; 11, 19; 13, 46; 14, 25; 16, 6.32), con la evidente intención de poner fuertemente de relieve el alcance decisivo de la «palabra» del anuncio.
En concreto, esta palabra está constituida por la cruz y la resurrección de Cristo, en la que han encontrado realización las Escrituras. El misterio pascual, que provocó el viraje de su vida en el camino de Damasco, está obviamente en el centro de la predicación del Apóstol (cf. 1 Co 2, 2; 15, 14). Este misterio, anunciado en la palabra, se realiza en los sacramentos del Bautismo y de la Eucaristía, y se hace realidad en la caridad cristiana. La obra evangelizadora de san Pablo no tiene otro fin que implantar la comunidad de los creyentes en Cristo.
Esta idea está encerrada dentro de la etimología misma de la palabra Ekklēsía, que san Pablo, y con él todo el cristianismo, prefirió al otro término, «sinagoga», no sólo porque originariamente el primero es más «laico» (deriva de la praxis griega de la asamblea política y no propiamente religiosa), sino también porque implica directamente la idea más teológica de una llamada ab extra, y por tanto no una simple reunión; los creyentes son llamados por Dios, quien los reúne en una comunidad, su Iglesia.
En esta línea podemos comprender también el original concepto, exclusivamente paulino, de la Iglesia como «Cuerpo de Cristo». Al respecto, conviene tener presente las dos dimensiones de este concepto. Una es de carácter sociológico, según la cual el cuerpo está formado por sus componentes y no existiría sin ellos. Esta interpretación aparece en la carta a los Romanos y en la primera carta a los Corintios, donde san Pablo asume una imagen que ya existía en la sociología romana: dice que un pueblo es como un cuerpo con distintos miembros, cada uno de los cuales tiene su función, pero todos, incluso los más pequeños y aparentemente insignificantes, son necesarios para que el cuerpo pueda vivir y realizar sus funciones.
Oportunamente el Apóstol observa que en la Iglesia hay muchas vocaciones: profetas, apóstoles, maestros, personas sencillas, todos llamados a vivir cada día la caridad, todos necesarios para construir la unidad viva de este organismo espiritual. La otra interpretación hace referencia al Cuerpo mismo de Cristo. San Pablo sostiene que la Iglesia no es sólo un organismo, sino que se convierte realmente en cuerpo de Cristo en el sacramento de la Eucaristía, donde todos recibimos su Cuerpo y llegamos a ser realmente su Cuerpo. Así se realiza el misterio esponsal: todos son un solo cuerpo y un solo espíritu en Cristo. De este modo la realidad va mucho más allá de la imaginación sociológica, expresando su verdadera esencia profunda, es decir, la unidad de todos los bautizados en Cristo, a los que el Apóstol considera «uno» en Cristo, conformados al sacramento de su Cuerpo.
Al decir esto, san Pablo muestra que sabe bien y nos da a entender a todos que la Iglesia no es suya y no es nuestra: la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, es «Iglesia de Dios», «campo de Dios, edificación de Dios, (…) templo de Dios» (1 Co 3, 9.16). Esta última designación es particularmente interesante, porque atribuye a un tejido de relaciones interpersonales un término que comúnmente servía para indicar un lugar físico, considerado sagrado. La relación entre Iglesia y templo asume, por tanto, dos dimensiones complementarias: por una parte, se aplica a la comunidad eclesial la característica de separación y pureza que tenía el edificio sagrado; pero, por otra, se supera también el concepto de un espacio material, para transferir este valor a la realidad de una comunidad viva de fe. Si antes los templos se consideraban lugares de la presencia de Dios, ahora se sabe y se ve que Dios no habita en edificios hechos de piedra, sino que el lugar de la presencia de Dios en el mundo es la comunidad viva de los creyentes.
Merecería un discurso aparte la calificación de «pueblo de Dios», que en san Pablo se aplica sustancialmente al pueblo del Antiguo Testamento y después a los paganos, que eran «el no pueblo» y se han convertido también ellos en pueblo de Dios gracias a su inserción en Cristo mediante la palabra y el sacramento.
Un último detalle. En la carta a Timoteo san Pablo califica a la Iglesia como «casa de Dios» (1Tm 3, 15); se trata de una definición realmente original, porque se refiere a la Iglesia como estructura comunitaria en la que se viven cordiales relaciones interpersonales de carácter familiar. El Apóstol nos ayuda a comprender cada vez más a fondo el misterio de la Iglesia en sus distintas dimensiones de asamblea de Dios en el mundo. Esta es la grandeza de la Iglesia y la grandeza de nuestra llamada: somos templo de Dios en el mundo, lugar donde Dios habita realmente; y, al mismo tiempo, somos comunidad, familia de Dios, que es caridad. Como familia y casa de Dios debemos realizar en el mundo la caridad de Dios y ser así, con la fuerza que viene de la fe, lugar y signo de su presencia.
Pidamos al Señor que nos conceda ser cada vez más su Iglesia, su Cuerpo, el lugar de la presencia de su caridad en nuestro mundo y en nuestra historia.
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