Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero presentar la figura de uno de los grandes Padres de la Iglesia de Oriente del período tardío. Se trata de un monje, san Máximo, al que la tradición cristiana le otorgó el título de Confesor por la intrépida valentía con que supo testimoniar —»confesar»—, incluso con el sufrimiento, la integridad de su fe en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, Salvador del mundo.

San Máximo nació en Palestina, la tierra del Señor, en torno al año 580. Desde su adolescencia se orientó a la vida monástica y al estudio de las Escrituras, en parte a través de las obras de Orígenes, el gran maestro que ya en el siglo III había «consolidado» la tradición exegética alejandrina.

De Jerusalén se trasladó a Constantinopla y de allí, a causa de las invasiones bárbaras, se refugió en África, donde se distinguió por su gran valentía en la defensa de la ortodoxia. San Máximo no aceptaba ninguna disminución de la humanidad de Cristo. Había surgido la teoría según la cual Cristo sólo tenía una voluntad, la divina. Para defender la unicidad de su persona, negaban que tuviera una auténtica voluntad humana. Y, a primera vista, podía parecer algo bueno que Cristo tuviera una sola voluntad. Pero san Máximo comprendió inmediatamente que esto destruía el misterio de la salvación, pues una humanidad sin voluntad, un hombre sin voluntad no es verdadero hombre, es un hombre amputado.

Por tanto, según esa teoría, el hombre Jesucristo no habría sido verdadero hombre, no habría vivido el drama del ser humano, que consiste precisamente en la dificultad para conformar nuestra voluntad con la verdad del ser. Así, san Máximo afirma con gran decisión: la sagrada Escritura no nos muestra a un hombre amputado, sin voluntad, sino a un verdadero hombre, a un hombre completo: Dios, en Jesucristo, asumió realmente la totalidad del ser humano —obviamente, excepto el pecado—; por tanto, también una voluntad humana.

Dicho de esta forma resulta claro: Cristo, o es hombre o no lo es. Si es hombre, también tiene voluntad. Pero entonces surge el problema: ¿no se cae así en una especie de dualismo? ¿No se acaba afirmando dos personalidades completas: razón, voluntad y sentimiento? ¿Cómo superar el dualismo, conservar la integridad del ser humano y, sin embargo, defender la unidad de la persona de Cristo, que no era esquizofrénico? San Máximo demuestra que el hombre no encuentra su unidad, su integración, su totalidad en sí mismo, sino superándose a sí mismo, saliendo de sí mismo. De este modo, también en Cristo, saliendo de sí mismo, el hombre se encuentra a sí mismo en Dios, en el Hijo de Dios.

No se debe amputar al hombre para explicar la Encarnación; basta comprender el dinamismo del ser humano, que sólo se realiza saliendo de sí mismo. Sólo en Dios nos encontramos a nosotros mismos; sólo en él encontramos nuestra totalidad e integridad. Así se ve que el hombre que se encierra en sí mismo no está completo; por el contrario, el hombre que se abre, que sale de sí mismo, es un hombre completo y precisamente en el Hijo de Dios se encuentra a sí mismo, encuentra su verdadera humanidad.

Para san Máximo esta concepción no es una especulación filosófica; la ve realizada en la vida concreta de Jesús, sobre todo en el drama de Getsemaní. En este drama de la agonía de Jesús, en la angustia de la muerte, de la oposición entre la voluntad humana de no morir y la voluntad divina, que se ofrece a la muerte, en este drama de Getsemaní se realiza todo el drama humano, el drama de nuestra redención. San Máximo nos dice, y sabemos que es verdad: Adán —y Adán somos nosotros— creía que el «no» era el culmen de la libertad. Sólo sería realmente libre quien puede decir «no»; para realizar realmente su libertad, el hombre debe decir «no» a Dios; sólo así cree que es él mismo, que ha llegado al culmen de la libertad. La naturaleza humana de Cristo también llevaba en sí esta tendencia, pero la superó, pues Jesús comprendió que el «no» no es el grado máximo de la libertad humana.

El grado máximo de la libertad es el «sí», la conformidad con la voluntad de Dios. El hombre sólo llega a ser realmente él mismo en el «sí»; el hombre sólo llega a estar inmensamente abierto, sólo llega a ser «divino» en la gran apertura del «sí», en la unificación de su voluntad con la voluntad divina. Adán deseaba ser como Dios, es decir, ser completamente libre. Pero el hombre que se encierra en sí mismo no es divino, no es completamente libre; lo es si sale de sí; en el «sí» llega a ser libre. Este es el drama de Getsemaní: no se haga mi voluntad, sino la tuya. Cambiando la voluntad humana por la voluntad divina nace el verdadero hombre; así somos redimidos. Este era, en síntesis, el punto principal del pensamiento de san Máximo y vemos que en él está en juego todo el ser humano; está en juego toda nuestra vida.

San Máximo ya tenía problemas en África por defender esta concepción del hombre y de Dios; y fue llamado a Roma. En el año 649 participó en el concilio de Letrán, convocado por el Papa Martín I, para defender las dos voluntades de Cristo contra el edicto del emperador, que por el bien de la paz prohibía discutir esta cuestión. El Papa Martín I tuvo que pagar un precio muy alto por su valentía: aunque estaba enfermo, fue arrestado y llevado a Constantinopla. Procesado y condenado a muerte, se le conmutó la pena por el destierro definitivo en Crimea, donde falleció el 16 de septiembre del año 655, tras dos largos años de humillaciones y tormentos.

Poco tiempo después, en el año 662, le tocó el turno a san Máximo, el cual, también oponiéndose al emperador, seguía repitiendo: «Es imposible afirmar que Cristo tenía una sola voluntad» (cf. PG 91, cc. 268-269). Así, junto con dos de sus discípulos, ambos llamados Anastasio, san Máximo fue sometido a un proceso agotador, a pesar de que ya tenía más de ochenta años de edad. El tribunal del emperador le condenó, con la acusación de herejía, a la cruel mutilación de la lengua y de la mano derecha, los dos órganos mediante los cuales, a través de la palabra y los escritos, san Máximo había combatido la doctrina errónea de la voluntad única de Cristo. Por último, el santo monje, así mutilado, fue desterrado a la Cólquida, en el mar Negro, donde murió, agotado por los sufrimientos padecidos, a los 82 años, el 13 de agosto del año 662.

Al hablar de la vida de san Máximo, hemos mencionado su obra literaria en defensa de la ortodoxia. En particular, nos referimos a la Disputa con Pirro, que había sido patriarca de Constantinopla; en ella logró persuadir a su adversario de sus errores. En efecto, con gran honradez, Pirro concluyó así la Disputa: «Pido perdón para mí y para quienes me han precedido: por ignorancia llegamos a estos absurdos pensamientos y argumentaciones; y pido que se encuentre la manera de cancelar estas absurdidades, salvando el recuerdo de quienes se han equivocado» (PG 91, c. 352).

Además, nos han llegado varias decenas de obras importantes, entre las que destaca la Mystagogia, uno de los escritos más significativos de san Máximo, que recoge su pensamiento teológico con una síntesis bien estructurada.

El pensamiento de san Máximo nunca es sólo teológico, especulativo, encerrado en sí mismo, pues siempre desemboca en la realidad concreta del mundo y de la salvación. En este contexto, en el que tuvo que sufrir, no podía evadirse con afirmaciones filosóficas sólo teóricas; debía buscar el sentido de la vida, preguntándose: ¿quién soy?, ¿qué es el mundo? Al hombre, creado a su imagen y semejanza, Dios le ha encomendado la misión de unificar el cosmos. Y como Cristo unificó en sí mismo al ser humano, el Creador ha unificado el cosmos en el hombre. Nos ha mostrado cómo unificar el cosmos en la comunión de Cristo, llegando así realmente a un mundo redimido.

A esta profunda visión salvífica se refiere uno de los teólogos más destacados del siglo XX, Hans Urs von Balthasar, quien, «relanzando» la figura de san Máximo, define su pensamiento con la incisiva expresión «liturgia cósmica» (Kosmische Liturgie). En el centro de esta solemne «liturgia» siempre está Jesucristo, único Salvador del mundo. La eficacia de su acción salvífica, que unificó definitivamente el cosmos, está garantizada por el hecho de que él, aun siendo Dios en todo, también es íntegramente hombre, incluyendo la «energía» y la voluntad del hombre.

La vida y el pensamiento de san Máximo quedan fuertemente iluminados por su inmensa valentía para testimoniar la realidad íntegra de Cristo, sin disminuciones ni componendas. Así queda claro quién es realmente el hombre y cómo debemos vivir para responder a nuestra vocación. Debemos vivir unidos a Dios, para estar así unidos a nosotros mismos y al cosmos, dando al cosmos mismo y a la humanidad su justa forma. El «sí» universal de Cristo también nos muestra claramente dónde situar adecuadamente todos los demás valores. Pensemos en valores que justamente se defienden hoy, como la tolerancia, la libertad y el diálogo. Pero una tolerancia que no sepa distinguir el bien del mal sería caótica y auto-destructiva. Del mismo modo, una libertad que no respete la libertad de los demás y no halle la medida común de nuestras libertades respectivas, sería anárquica y destruiría la autoridad. El diálogo que ya no sabe sobre qué dialogar resulta una palabrería vacía.

Todos estos valores son grandes y fundamentales, pero sólo pueden ser verdaderos si tienen un punto de referencia que los une y les confiere la verdadera autenticidad. Este punto de referencia es la síntesis entre Dios y el cosmos, es la figura de Cristo en la que aprendemos la verdad sobre nosotros mismos, así como el lugar donde se han de situar todos los demás valores, por haber descubierto su auténtico significado. Jesucristo es el punto de referencia que ilumina todos los demás valores. Este es el punto de llegada del testimonio de este gran Confesor. Así, al final, Cristo nos indica que el cosmos debe llegar a ser liturgia, gloria de Dios, y que la adoración es el inicio de la verdadera transformación, de la verdadera renovación del mundo.

Por eso, quiero concluir con un pasaje fundamental de las obras de san Máximo: «Adoramos a un solo Hijo, en unión con el Padre y el Espíritu Santo, como antes de los siglos, ahora y en todos los siglos, y por los siglos de los siglos. ¡Amén!» (PG 91, c. 269).

 

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