Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos hoy la presentación de la figura de san Jerónimo. Como dijimos el miércoles pasado, dedicó su vida al estudio de la Biblia, hasta el punto de que mi predecesor el Papa Benedicto XV lo reconoció como «doctor eminente en la interpretación de las sagradas Escrituras». San Jerónimo subrayaba la alegría y la importancia de familiarizarse con los textos bíblicos: «¿No te parece que, ya aquí, en la tierra, estamos en el reino de los cielos cuando vivimos entre estos textos, cuando meditamos en ellos, cuando no conocemos ni buscamos nada más?» (Ep. 53, 10).

En realidad, dialogar con Dios, con su Palabra, es en cierto sentido presencia del cielo, es decir, presencia de Dios. Acercarse a los textos bíblicos, sobre todo al Nuevo Testamento, es esencial para el creyente, pues «ignorar la Escritura es ignorar a Cristo». Es suya esta famosa frase, citada por el concilio Vaticano II en la constitución Dei Verbum (n. 25).

Verdaderamente «enamorado» de la Palabra de Dios, se preguntaba: «¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?» (Ep. 30, 7). Así, la Biblia, instrumento «con el que cada día Dios habla a los fieles» (Ep. 133, 13), se convierte en estímulo y manantial de la vida cristiana para todas las situaciones y para todas las personas.

Leer la Escritura es conversar con Dios: «Si oras —escribe a una joven noble de Roma— hablas con el Esposo; si lees, es él quien te habla» (Ep. 22, 25). El estudio y la meditación de la Escritura hacen sabio y sereno al hombre (cf. In Eph., prólogo). Ciertamente, para penetrar de una manera cada vez más profunda en la palabra de Dios hace falta una aplicación constante y progresiva. Por eso, san Jerónimo recomendaba al sacerdote Nepociano: «Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más aún, que el Libro santo no se caiga nunca de tus manos. Aprende en él lo que tienes que enseñar» (Ep. 52, 7).

A la matrona romana Leta le daba estos consejos para la educación cristiana de su hija: «Asegúrate de que estudie todos los días algún pasaje de la Escritura. (…) Que acompañe la oración con la lectura, y la lectura con la oración. (…) Que ame los Libros divinos en vez de las joyas y los vestidos de seda» (Ep. 107, 9.12). Con la meditación y la ciencia de las Escrituras se «mantiene el equilibrio del alma» (Ad Eph., prólogo). Sólo un profundo espíritu de oración y la ayuda del Espíritu Santo pueden introducirnos en la comprensión de la Biblia: «Al interpretar la sagrada Escritura siempre necesitamos la ayuda del Espíritu Santo» (In Mich. 1, 1, 10, 15).

Así pues, san Jerónimo, durante toda su vida, se caracterizó por un amor apasionado a las Escrituras, un amor que siempre trató de suscitar en los fieles. A una de sus hijas espirituales le recomendaba: «Ama la sagrada Escritura, y la sabiduría te amará; ámala tiernamente, y te custodiará; hónrala y recibirás sus caricias. Que sea para ti como tus collares y tus pendientes» (Ep. 130, 20). Y añadía: «Ama la ciencia de la Escritura, y no amarás los vicios de la carne» (Ep. 125, 11).

Para san Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación de las Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia. Nunca podemos leer nosotros solos la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos fácilmente en el error. La Biblia fue escrita por el pueblo de Dios y para el pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el pueblo de Dios podemos entrar realmente con el «nosotros» en el núcleo de la verdad que Dios mismo nos quiere comunicar. Para él una auténtica interpretación de la Biblia tenía que estar siempre en armonía con la fe de la Iglesia católica.

No se trata de una exigencia impuesta a este Libro desde el exterior; el Libro es precisamente la voz del pueblo de Dios que peregrina y sólo en la fe de este pueblo podemos estar, por así decir, en el tono adecuado para comprender la sagrada Escritura. Por eso, san Jerónimo exhortaba: «Permanece firmemente adherido a la doctrina de la tradición que te ha sido enseñada, para que puedas exhortar según la sana doctrina y refutar a quienes la contradicen» (Ep. 52, 7). En particular, dado que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, todo cristiano —concluía— debe estar en comunión «con la Cátedra de san Pedro. Yo sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia» (Ep. 15, 2). Por tanto, abiertamente declaraba: «Yo estoy con quien esté unido a la Cátedra de san Pedro» (Ep. 16).

San Jerónimo, obviamente, no descuida el aspecto ético. Más aún, con frecuencia reafirma el deber de hacer que la vida concuerde con la Palabra divina, y sólo viviéndola encontramos también la capacidad de comprenderla. Esta coherencia es indispensable para todo cristiano y particularmente para el predicador, a fin de que no lo pongan en aprieto sus acciones, cuando contradicen el contenido de sus palabras.

Así exhorta al sacerdote Nepociano: «Que tus acciones no desmientan tus palabras, para que no suceda que, cuando prediques en la Iglesia, alguien en su interior comente: «¿por qué entonces tú no actúas así?» ¡Qué curioso maestro el que, con el estómago lleno, diserta sobre el ayuno! Incluso un ladrón puede criticar la avaricia; pero en el sacerdote de Cristo la mente y la palabra deben ir de acuerdo» (Ep. 52, 7).

En otra carta, san Jerónimo reafirma: «La persona que se siente condenada por su propia conciencia, aunque tenga una espléndida doctrina, debería avergonzarse» (Ep. 127, 4). También con respecto a la coherencia, observa: el Evangelio debe traducirse en actitudes de auténtica caridad, pues en todo ser humano está presente la Persona misma de Cristo. Por ejemplo, dirigiéndose al presbítero Paulino —que después llegó a ser obispo de Nola y santo—, san Jerónimo le da este consejo: «El verdadero templo de Cristo es el alma del fiel: adorna este santuario, embellécelo, deposita en él tus ofrendas y recibe a Cristo. ¿Qué sentido tiene decorar las paredes con piedras preciosas, si Cristo muere de hambre en la persona de un pobre?» (Ep. 58, 7).

San Jerónimo concreta: es necesario «vestir a Cristo en los pobres, visitarlo en los que sufren, darle de comer en los hambrientos, acogerlo en los que no tienen una casa» (Ep. 130, 14). El amor a Cristo, alimentado con el estudio y la meditación, nos permite superar todas las dificultades: «Si amamos a Jesucristo y buscamos siempre la unión con él, nos parecerá fácil incluso lo que es difícil» (Ep. 22, 40).

San Jerónimo, definido por Próspero de Aquitania, «modelo de conducta y maestro del género humano» (Carmen de ingratis, 57), nos ha dejado también una enseñanza rica y variada sobre el ascetismo cristiano. Recuerda que un compromiso valiente por la perfección requiere vigilancia constante, frecuentes mortificaciones, aunque con moderación y prudencia, trabajo intelectual o manual asiduo para evitar el ocio (cf. Epp. 125, 11 y 130, 15), y sobre todo obediencia a Dios: «No hay nada que agrade tanto a Dios como la obediencia (…), que es la más excelsa de las virtudes» (Hom. de oboedientia: CCL 78, 552).

En el camino ascético pueden entrar también las peregrinaciones. En particular, san Jerónimo impulsó las peregrinaciones a Tierra Santa, donde los peregrinos eran acogidos y alojados en edificios surgidos junto al monasterio de Belén, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, hija espiritual de san Jerónimo (cf. Ep. 108, 14).

No hay que olvidar, por último, la contribución ofrecida por san Jerónimo a la pedagogía cristiana (cf. Epp. 107 y 128). Se propone formar «un alma que tiene que convertirse en templo del Señor» (Ep. 107, 4), una «joya preciosísima» a los ojos de Dios (Ep. 107, 13). Con profunda intuición aconseja preservarla del mal y de las ocasiones de pecado, evitar las amistades equívocas o que disipan (cf. Ep. 107, 4 y 8-9; también Ep. 128, 3-4). Sobre todo exhorta a los padres a crear un ambiente de serenidad y alegría entre sus hijos, a estimularlos en el estudio y en el trabajo, también con la alabanza y la emulación (cf. Epp. 107, 4 y 128, 1), a animarlos a superar las dificultades, favoreciendo en ellos las buenas costumbres y preservándolos de las malas porque —dice, citando una frase de Publilio Siro que había escuchado en la escuela— «a duras penas lograrás corregirte de las cosas a las que te vas acostumbrando tranquilamente» (Ep. 107, 8).

Los padres son los principales educadores de sus hijos, sus primeros maestros de vida. Con mucha claridad, san Jerónimo, dirigiéndose a la madre de una muchacha y luego al padre, advierte, como expresando una exigencia fundamental de toda criatura humana que se asoma a la existencia: «Que encuentre en ti a su maestra, y que en su inexperta niñez te mire a ti con admiración. Que nunca vea en ti ni en su padre actitudes que la lleven al pecado por imitación. Recordad que (…) podéis educarla más con el ejemplo que con la palabra» (Ep. 107, 9).

Entre las principales intuiciones de san Jerónimo como pedagogo hay que subrayar la importancia que atribuye a una educación sana e integral desde la primera infancia, la peculiar responsabilidad que reconoce a los padres, la urgencia de una seria formación moral y religiosa, y la exigencia del estudio para lograr una formación humana más completa.

Además, un aspecto bastante descuidado en los tiempos antiguos, pero que san Jerónimo considera vital, es la promoción de la mujer, a la que reconoce el derecho a una formación completa: humana, académica, religiosa y profesional.

Y precisamente hoy vemos cómo la educación de la personalidad en su integridad, la educación en la responsabilidad ante Dios y ante los hombres, es la auténtica condición de todo progreso, de toda paz, de toda reconciliación y de toda exclusión de la violencia. Educación ante Dios y ante los hombres: es la sagrada Escritura la que nos ofrece la guía de la educación y, por tanto, del auténtico humanismo.

No podemos concluir estas rápidas observaciones sobre este gran Padre de la Iglesia sin mencionar la eficaz contribución que dio a la salvaguarda de los elementos positivos y válidos de las antiguas culturas judía, griega y romana en la naciente civilización cristiana. San Jerónimo reconoció y asimiló los valores artísticos, la riqueza de los sentimientos y la armonía de las imágenes presentes en los clásicos, que educan el corazón y la fantasía despertando sentimientos nobles.

Sobre todo, puso en el centro de su vida y de su actividad la palabra de Dios, que indica al hombre las sendas de la vida, y le revela los secretos de la santidad. Por todo esto no podemos menos de sentirnos profundamente agradecidos a san Jerónimo, precisamente en nuestro tiempo.

 

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