Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Prosiguiendo con la reflexión sobre el bautismo, hoy quisiera detenerme en los ritos centrales, que se desarrollan en la pila bautismal. Consideramos en primer lugar el agua, sobre la cual se invoca el poder del Espíritu para que tenga la fuerza de regenerar y renovar (cf. Juan 3, 5 y Tito 3, 5). El agua es matriz de vida y de bienestar, mientras que su falta provoca la extinción de toda fecundidad, como sucede en el desierto; pero el agua puede ser también causa de muerte, cuando sumerge entre sus olas o en grandes cantidades arrasa con todo; finalmente, el agua tiene la capacidad de lavar, limpiar y purificar.
A partir de este simbolismo natural, universalmente reconocido, la Biblia describe las intervenciones y las promesas de Dios a través del signo del agua. Aún así, el poder de perdonar los pecados no está en el agua en sí, como explicaba san Ambrosio a los nuevos bautizados: «Has visto el agua, pero no toda el agua resana: resana el agua que tiene la gracia de Cristo […] La acción es del agua, la eficacia es del Espíritu Santo» (De sacramentis 1, 15). Por eso la Iglesia invoca la acción del Espíritu sobre el agua «para que aquellos que en ella reciban el bautismo, sean sepultados con Cristo en la muerte y con Él resuciten a la vida inmortal» (Rito del Bautismo de los niños, n. 60). La oración de bendición dice que Dios ha preparado el agua «para ser signo del bautismo» y recuerda las principales prefiguraciones bíblicas: sobre las aguas de los orígenes se libraba el Espíritu para hacerlas semilla de vida (cf. Génesis 1, 1-2); el agua del diluvio marcó el final del pecado y el inicio de la vida nueva (cf. Génesis 7, 6-8, 22); a través del agua del Mar Rojo fueron liberados de la esclavitud de Egipto los hijos de Abraham (cf. Éxodo 14, 15-31). En relación con Jesús, se recuerda el bautismo en el Jordán (cf. Mateo 3, 1 3-17), la sangre y el agua derramados de su costado (cf. Juan 19, 31-37), y el mandato a los discípulos de bautizar a todos los pueblos en el nombre de la Trinidad (cf. Mateo 28, 19). Fortalecidos por tal recuerdo, se pide a Dios infundir en el agua de la pila la gracia de Cristo muerto y resucitado (cf. Rito del bautismo de los niños, n. 60). Y así, esta agua viene transformada en agua que lleva en sí la fuerza del Espíritu Santo. Y con esta agua con la fuerza del Espíritu Santo, bautizamos a la gente, bautizamos a los adultos, a los niños, a todos.
Santificada el agua de la pila, es necesario disponer el corazón para acceder al bautismo. Esto sucede con la renuncia a Satanás y la profesión de fe, dos actos estrechamente conectados entre ellos. En la medida en la que digo «no» a las sugestiones del diablo —aquel que divide— soy capaz de decir «sí» a Dios que me llama a adaptarme a Él en los pensamientos y en las obras. El diablo divide; Dios une siempre la comunidad, la gente en un solo pueblo. No es posible adherirse a Cristo poniendo condiciones. Es necesario despegarse de ciertas uniones para poder abrazar realmente otros; o estás bien con Dios o estás bien con el diablo. Por esto la renuncia y el acto de fe van juntos. Es necesario cortar los puentes, dejándoles a la espalda, para emprender el nuevo Camino que es Cristo.
La respuesta a las preguntas —«¿Renunciáis a Satanás, a todas sus obras, y a todas sus seducciones?»— está formulada en primera persona del singular: «Renuncio». Y de la misma forma es profesada la fe de la Iglesia, diciendo: «Creo». Yo renuncio y yo creo: esta es la base del bautismo. Es una elección responsable, que exige ser traducida en gestos concretos de confianza en Dios. El acto de fe supone un compromiso que el mismo bautismo ayudará a mantener con perseverancia en las diferentes situaciones y pruebas de la vida. Recordamos la antigua sabiduría de Israel: «Hijo, si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba» (Eclesiástico 2, 1), es decir, prepárate a la lucha. Y la presencia del Espíritu Santo nos da la fuerza para luchar bien.
Queridos hermanos y hermanas, cuando mojamos la mano en el agua bendecida —entrando en una iglesia tocamos el agua bendecida— y hacemos la señal de la cruz, pensemos con alegría y gratitud en el bautismo que hemos recibido —esta agua bendecida nos recuerda el bautismo— y renovamos nuestro «Amén» —«Estoy contento»—, para vivir inmersos en el amor de la Santísima Trinidad.
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