Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Los días pasados he llevado a cabo un viaje apostólico a Lituania, Letonia y Estonia, con ocasión del centenario de la independencia de estos países llamados Bálticos. Cien años de los que la mitad los han vivido bajo el yugo de las ocupaciones, la nazi primero y la soviética después. Son pueblos que han sufrido mucho y por eso, el Señor les ha mirado con predilección. Estoy seguro de eso. Agradezco a los presidentes de las tres repúblicas y a las autoridades civiles por la exquisita acogida que he recibido. Agradezco a los obispos y a todos aquellos que han colaborado para preparar y llevar a cabo este evento eclesial.
Mi visita tuvo lugar en un contexto muy diferente al que encontró san Juan Pablo II; por lo tanto, mi misión era proclamar a esos pueblos la alegría del Evangelio y la revolución de la ternura, de la misericordia, porque la libertad no es suficiente para dar sentido y plenitud a la vida sin amor, el amor que siempre proviene de Dios. El Evangelio, que en tiempo de pruebas da fuerza y alma a la lucha por la liberación, en el tiempo de la libertad es luz para el viaje diario de las personas, familias, sociedades y es la sal que da sabor a la vida ordinaria y la preserva de la corrupción de la mediocridad y de los egoísmos.
En Lituania, los católicos son la mayoría, mientras que en Letonia y en Estonia prevalecen los luteranos y los ortodoxos, pero muchos se han alejado de la vida religiosa. Por lo tanto, el desafío es el de reforzar la comunión entre todos los cristianos, que ya se desarrolló durante el duro periodo de la persecución. De hecho, la dimensión ecuménica era intrínseca a este viaje y encontró expresión en el momento de oración en la Catedral de Riga y en el encuentro con los jóvenes en Tallin.
Al dirigirme a las respectivas autoridades de los tres países, he enfatizado la contribución que brindan a la comunidad de naciones y especialmente a Europa: la contribución de los valores humanos y sociales pasados por el crisol de la prueba. Incentivé el diálogo entre la generación de mayores y la de los jóvenes, para que el contacto con las «raíces» pueda continuar fertilizando el presente y el futuro. Insté a combinar siempre la libertad con la solidaridad y la acogida, según la tradición de esas tierras.
A los jóvenes y a los ancianos estaban dedicados dos encuentros específicos: con los jóvenes en Vilna, con los ancianos en Riga. En la plaza de Vilna, llena de chicos y chicas, se palpaba el lema de la visita a Lituania: «Cristo Jesús, nuestra esperanza». Los testimonios manifestaron la belleza de la oración y del canto, donde el alma siempre se abre a Dios; la alegría de servir a los demás, saliendo de los recintos del «yo» para estar en camino, capaces de volver a levantarse después de las caídas. Con los ancianos, en Letonia, subrayé el estrecho vínculo entre paciencia y esperanza. Aquellos que han pasado por duras pruebas son las raíces de un pueblo, a custodiar con la gracia de Dios, para que los nuevos brotes puedan llegar, florecer y dar fruto. El desafío para quien envejece es no endurecerse dentro, sino permanecer abierto y tierno de mente y de corazón; y esto es posible con la «linfa» del Espíritu Santo, en la oración y en la escucha de la Palabra. También con los sacerdotes, los consagrados y los seminaristas, reunidos en Lituania, la dimensión de la constancia parecía ser esencial para la esperanza: estar centrados en Dios, firmemente enraizados en su amor. ¡Qué gran testimonio en esto han dado y todavía dan muchos sacerdotes, religiosos religiosos y religiosas! Sufrieron calumnias, cárceles, deportaciones… pero se mantuvieron firmes en la fe. Insté a no olvidar, a guardar la memoria de los mártires, a seguir sus ejemplos.
Y a propósito de la memoria, en Vilna rendí homenaje a las víctimas del genocidio judío en Lituania, exactamente 75 años después del cierre del gran Gueto, que fue la antesala de la muerte de decenas de miles de judíos. Al mismo tiempo, visité el Museo de la ocupación y la lucha por la Libertad: me detuve en oración justo en las salas donde los opositores al régimen fueron detenidos, torturados y asesinados. Mataron a más o menos cuarenta por noche. Es conmovedor ver hasta qué punto puede llegar la crueldad humana. Pensemos en esto. Pasan los años, los regímenes pasan, pero por encima de la Puerta de la Aurora de Vilna, María, Madre de la Misericordia, continúa cuidando a su pueblo, como una señal de esperanza y consuelo (cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Dogm. Lumen Gentium, 68).
Un signo vivo del Evangelio es siempre la caridad concreta. Incluso donde la secularización es más fuerte, Dios habla con el lenguaje del amor, de la atención, del servicio gratuito a los necesitados. Y luego se abren los corazones y ocurren los milagros: en los desiertos brota una nueva vida. En las tres celebraciones eucarísticas —en Kaunas, Lituania, en Aglona, Letonia y en Tallin, Estonia— el santo pueblo fiel de Dios en camino por esas tierras renovó su «sí» a Cristo nuestra esperanza; lo renovó con María, que siempre se muestra como la Madre de sus hijos, especialmente la que más sufre; lo renovó como un pueblo escogido, sacerdotal y santo, en cuyo corazón Dios despierta la gracia del bautismo.
Recemos por nuestros hermanos y hermanas de Lituania, de Letonia y de Estonia. ¡Gracias!
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