Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, esta audiencia se desarrollará como el miércoles pasado. En el Aula Pablo VI hay muchos enfermos y para protegerlos del calor, para que estuvieran más cómodos, están allí. Pero seguirán la audiencia con la pantalla gigante y también nosotros con ellos, es decir, no hay dos audiencias. Hay una sola. Saludamos a los enfermos del Aula Pablo VI. Y continuamos hablando de los mandamientos que, como hemos dicho, más que mandamientos son las palabras de Dios a su pueblo para que camine bien; palabras amorosas de un Padre. Las diez palabras empiezan así: «Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre» (Éxodo 20, 2). Este inicio puede parecer extraño a las leyes verdaderas que siguen. Pero no es así. ¿Por qué esta proclamación que Dios hace de sí y de la liberación? Porque se lleva al Monte Sinaí después de haber atravesado el Mar Rojo: el Dios de Israel primero salva, después pide confianza. Es decir: el Decálogo empieza por la generosidad de Dios. Dios nunca pide sin dar antes. Nunca. Primero salva, primero da, después pide. Así es nuestro Padre, Dios es bueno.
Y entendemos la importancia de la primera declaración: «Yo, Yahveh, soy tu Dios». Hay un posesivo, hay una relación, se pertenece. Dios no es un extraño: es tu Dios. Esto ilumina todo el Decálogo y desvela también el secreto de la actuación cristiana, porque es la misma actitud de Jesús cuando dice: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros» (Juan 15, 9). Cristo es el amado por el Padre y nos ama con aquel amor. Él no parte de sí sino del Padre. A menudo nuestras obras fracasan porque partimos de nosotros mismos y no de la gratitud. Y quien parte de sí mismo, ¿dónde llega? ¡Llega a sí mismo! Es incapaz de hacer camino, vuelve a sí mismo. Es precisamente ese comportamiento egoísta que la gente define: «Esa persona es un yo, mi, conmigo y para mí». Sale de sí mismo y vuelve a sí mismo.
La vida cristiana es, ante todo, la respuesta agradecida a un Padre generoso. Los cristianos que solo siguen «deberes» denuncian que no tienen una experiencia personal de ese Dios que es «nuestro». Tengo que hacer esto, esto, esto… Solo deberes. ¡Pero te falta algo! ¿Cuál es el fundamento de este deber? El fundamento de este deber es el amor de Dios el Padre, que primero da, después manda. Poner la ley antes de la relación no ayuda al camino de la fe. ¿Cómo puede un joven desear ser cristiano, si partimos de obligaciones, compromisos, coherencias y no de liberación? ¡Pero ser cristiano es un viaje de liberación! Los mandamientos te liberan de tu egoísmo y te liberan porque está el amor de Dios, que te lleva adelante. La formación cristiana no está basada en la fuerza de voluntad, sino en la acogida de la salvación, en el dejarse amar: primero el Mar Rojo, después el Monte Sinaí. Primero la salvación: Dios salva a su pueblo en el Mar Rojo; después en el Sinaí les dice qué hacer. Pero aquel pueblo sabe que estas cosas las hace porque fue salvado por un Padre que lo ama. La gratitud es un rasgo característico del corazón visitado por el Espíritu Santo; para obedecer a Dios, primero debemos recordar sus beneficios. San Basilio dice: «Quien no deja que esos beneficios caigan en el olvido, está orientado hacia la buena virtud y hacia toda obra de justicia» (Regole brevi, 56). ¿A dónde nos lleva todo esto? A hacer un ejercicio de memoria: ¡cuántas cosas bellas ha hecho Dios por cada uno de nosotros! ¡Qué generoso es nuestro Padre Celestial! Ahora quisiera proponeros un pequeño ejercicio, en silencio, que cada uno responda en su corazón. ¿Cuántas cosas hermosas ha hecho Dios por mí? Esta es la pregunta. En silencio, que cada uno de nosotros responda. ¿Cuántas cosas hermosas ha hecho Dios por mí? Y esta es la liberación de Dios. Dios hace muchas cosas hermosas y nos libera.
Y sin embargo alguno puede sentir que aún no ha hecho una verdadera experiencia de la liberación de Dios. Esto puede suceder. Podría ser que se mire dentro y se encuentre solo sentido del deber, una espiritualidad de siervos y no de hijos. ¿Qué hacer en este caso? Como hizo el pueblo elegido. Dice el libro del Éxodo: «Los israelitas, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su clamor, que brotaba del fondo de su esclavitud, subió a Dios. Oyó Dios sus sus gemidos y acordose Dios de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel y conoció… (Éxodo 2, 23-25). Dios piensa en mí.
La acción liberadora de Dios colocada al principio del Decálogo —es decir, los mandamientos— es la respuesta a esta queja. Nosotros no nos salvamos solos, pero de nosotros puede partir un grito de auxilio: «Señor, sálvame, Señor, enséñame tu camino, oh Señor acaríciame, Señor, dame un poco de alegría». Este es un grito que pide ayuda. Esto nos espera a nosotros: pedir ser liberados del egoísmo, del pecado, de las cadenas de la esclavitud. Este grito es importante, es la oración, es consciente de lo que aún está oprimido y no liberado en nosotros. Hay muchas cosas que no están liberadas en nuestra alma. «Sálvame, ayúdame, libérame». Esta es una hermosa oración para el Señor. Dios espera ese grito porque puede y quiere romper nuestras cadenas; Dios no nos ha llamado a la vida para permanecer oprimidos, sino para ser libres y vivir en el agradecimiento, la obediencia a la alegría que nos ha dado tanto, infinitamente más de lo que podemos darle a Él. Es hermoso esto. ¡Que Dios sea siempre bendecido por todo lo que ha hecho, hace y hará por nosotros!
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