Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Ayer regresé de mi viaje apostólico a Tailandia y Japón, un don por el que estoy muy agradecido al Señor. Deseo renovar mi gratitud a las autoridades y a los obispos de estos dos países, que me han invitado y acogido con gran esmero, y sobre todo agradecer al pueblo tailandés y al pueblo japonés. Esta visita ha aumentado mi cercanía y afecto por estos pueblos: Dios los bendiga con abundancia de prosperidad y paz.

Tailandia es un antiguo reino que se ha modernizado fuertemente. Al reunirme con el rey, el primer ministro y otras autoridades, rendí homenaje a la rica tradición espiritual y cultural del pueblo tailandés, el pueblo de la “hermosa sonrisa”. La gente allí sonríe. He alentado el compromiso de lograr la armonía entre los diferentes componentes de la nación, así como el desarrollo económico en beneficio de todos y la curación de los flagelos de la explotación, especialmente de mujeres y los niños. La religión budista es parte integrante de la historia y la vida de este pueblo, por lo que fui a visitar al Patriarca supremo de los budistas, continuando el camino de estima mutua iniciado por mis predecesores, para que crezcan en el mundo la compasión y la fraternidad. En este sentido, el encuentro ecuménico e interreligioso que tuvo lugar en la universidad más grande del país fue muy significativo.

El testimonio de la Iglesia en Tailandia pasa también por obras de servicio a los enfermos y a los últimos. Entre ellos, destaca el el Saint Louis Hospital, que visité animando al personal sanitario y conociendo a algunos pacientes. También dediqué momentos específicos a los sacerdotes y a las personas consagradas, a los obispos y también a los hermanos jesuitas. En Bangkok celebré la Misa con todo el pueblo de Dios en el Estadio Nacional y luego con los jóvenes en la Catedral. Allí experimentamos que en la nueva familia formada por Jesucristo están también los rostros y las voces del pueblo tailandés.

Luego, me dirigí a Japón. A mi llegada a la Nunciatura en Tokio, fui recibido por los obispos del país, con quienes compartimos inmediatamente el reto de ser pastores de una Iglesia muy pequeña, pero portadora de agua viva, el Evangelio de Jesús.

“Proteger cada vida” fue el lema de mi visita a Japón, un país que lleva impresas las llagas del bombardeo atómico y que es para todo el mundo el portavoz del derecho fundamental a la vida y a la paz. En Nagasaki e Hiroshima permanecí en oración, me reuní con algunos supervivientes y familiares de las víctimas, y reiteré la firme condena a las armas nucleares y la hipocresía de hablar de paz construyendo y vendiendo artefactos de guerra. Después de esa tragedia, Japón ha demostrado una extraordinaria capacidad para luchar por la vida, y lo ha hecho incluso recientemente, después del triple desastre de 2011: terremoto, tsunami y accidente de una central nuclear.

Para proteger la vida hay que amarla, y hoy la grave amenaza, en los países más desarrollados, es la pérdida del sentido de vivir.

Las primeras víctimas del vacío de sentido de vivir son los jóvenes, por lo que se les dedicó un encuentro en Tokio. Escuché sus preguntas y sueños; los animé a oponerse juntos a toda forma de bulismo, y a superar el miedo y la clausura abriéndose al amor de Dios, en oración y servicio a los demás. Conocí a otros jóvenes en la Universidad de Sophia, junto con la comunidad académica. Esta Universidad, como todas las escuelas católicas, es muy apreciada en Japón.

En Tokio tuve la oportunidad de visitar al Emperador Naruhito, a quien renuevo la expresión de mi gratitud; y me reuní con las autoridades del país, con el Cuerpo Diplomático. Auspicié una cultura de encuentro y diálogo, caracterizada por la sabiduría y un amplio horizonte. Fiel a sus valores religiosos y morales, y abierto al mensaje evangélico, Japón puede ser un país líder para un mundo más justo y pacífico y para la armonía entre el hombre y el medio ambiente.

Queridos hermanos y hermanas, confiemos los pueblos de Tailandia y Japón a la bondad y providencia de Dios. Gracias.

 

 

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