Fecha: 23 de febrero de 2020

El próximo miércoles, con la sobriedad propia del rito de la imposición de la ceniza sobre nuestras Cabezas, inauguraremos un año más el tiempo de Cuaresma, con el que nos preparamos para celebrar con el corazón renovado el gran misterio de la muerte y resurrección del Señor. Con la mirada fija en Jesucristo, que se entregó a la muerte para salvarnos, queremos acoger con gratitud su amor por todos nosotros y responder con generosidad a su gracia viviendo un sincero proceso de conversión. Es así como la muerte redentora del Señor llega a transformar eficazmente nuestra vida y nuestro mundo.

El papa Francisco, en el mensaje que ha dirigido a la Iglesia para este tiempo litúrgico, nos invita a escuchar y acoger el anuncio de la muerte y resurrección de Cristo. Únicamente quien cree en este anuncio puede comenzar a recorrer un auténtico proceso de conversión, ya que es en el Misterio Pascual donde se ha revelado y se nos ha ofrecido la misericordia infinita de Dios. Solo cuando nos sentimos amados se despierta en nosotros una capacidad inmensa para el amor; solo cuando nos sentimos perdonados brota en nuestro corazón el deseo de vivir una nueva vida. No somos nosotros quienes decidimos el tiempo y el modo de nuestra conversión a Dios. Se trata de una oportunidad que Él nos ofrece, de un nuevo tiempo de salvación que no debemos desaprovechar: “El hecho de que el Señor nos ofrezca una vez más un tiempo favorable para nuestra conversión nunca debemos darlo por supuesto (Mensaje del Papa para la Cuaresma 2020).

La acogida de esta Buena Noticia debe vivirse en un clima de oración, “en un «cara a cara» con el Señor crucificado y resucitado «que me amó y se entregó por mí» (Gálatas, 2, 20)”. Se trata de un “diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo”. La práctica de la oración, no sólo en el tiempo de Cuaresma, sino en todo momento de nuestro caminar como cristianos, no puede convertirse en un deber impuesto. Es expresión de la necesidad que sentimos “de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene”. La oración brota del corazón de quien tiene la conciencia de ser amado sin merecerlo, y no es más que manifestación de gratitud y reconocimiento al Señor.

La oración debe ir acompañada por el ayuno, vivido en su sentido más verdadero. Nos tenemos que sacudir de la mundanidad que invade nuestro estilo de vida caracterizado tantas veces por la superficialidad, por el vacío y por estar pendientes de tantas cosas que no nos aportan nada positivo. Cuando alguien, en lugar de volver sobre sí mismo, únicamente está preocupado por “decir u oír la última novedad”, está necesitado de una purificación para poder abrirse a la Palabra de Dios.

La misericordia que se revela en la Cruz de Cristo nos debe llevar a tener un corazón misericordioso, a sentir compasión por todos los que sufren, a compartir los bienes con los más necesitados para construir un mundo más justo. Compartir hace al hombre más humano; vivir para acumular lo embrutece, ya que lo encierra en su egoísmo. La limosna es la prueba de la autenticidad de la conversión. No desaprovechemos este nuevo tiempo de gracia.