Fecha: 7 de junio de 2020
Estamos empeñados en construir “una nueva normalidad una vez superada la crisis de la pandemia. Nosotros queremos hablar de la Trinidad. Alguien dirá: “¿Qué tiene que ver la construcción de una nueva normalidad con el misterio de la Trinidad?” Hay que entender qué significa una cosa y otra.
En efecto, cuando hablamos de “nueva normalidad”, ¿qué queremos decir?: ¿un nuevo orden social?, ¿otro sistema productivo?, ¿nuevas normas o protocolos sanitarios y de convivencia?… Cada uno sabrá qué quiere decir. Todos esperarán alguna novedad que nos facilite evitar otra pandemia. El cristiano, que siempre va a lo profundo y fundamental, piensa en la novedad radical del “hombre nuevo”. Es de este hombre nuevo, de donde nace toda otra novedad verdaderamente valiosa.
Por otra parte, cuando hablamos del misterio de la Trinidad, ¿qué queremos decir? Entre bromas o en serio, solemos subrayar su incomprensibilidad, su lejanía, su complejidad. Eso hace que muchos traten este misterio dejándolo a un lado, como algo que simplemente hay que soportar porque lo dice la Iglesia… Sin embargo, la Trinidad, que Dios sea un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es algo absolutamente decisivo para nuestro mundo, para nuestra historia personal y social. Creer en la Trinidad y vivir en contacto de amor con Dios, Padre Hijo y Espíritu Santo, es estar vinculado a la fuente de toda la vida; pues de la Trinidad salió la creación, la salvación y la gloria de todo el mundo.
Todo ese humanismo que la pandemia ha despertado en muchos; esa solidaridad, esos buenos sentimientos, esa búsqueda del progreso y de la justicia, esa defensa de los derechos, esa ayuda a los más pobres, tiene su fuente última en el amor trinitario. Si ese humanismo es totalmente limpio, gratuito, verdadero; si está acompañado por todas las otras virtudes y del amor más entregado, diremos que en él talmente está la acción de Dios: en él se manifiesta la providencia de Dios Padre, la presencia de Jesucristo, la acción del Espíritu Santo. Sin duda lo está y se manifiesta, al menos parcialmente.
Existía la costumbre de hacer la señal de la Cruz sobre uno mismo al tiempo que se decía “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, cuando se comenzaba el día, al salir de casa o al iniciar una tarea importante. Quizá el sentimiento que animaba este gesto era el de invocar la protección de Dios. No está mal. Pero su sentido es mucho más profundo. Ha pasado a la liturgia, como primer rito: somos convocados en nombre y por acción de la Trinidad. También como último rito: somos bendecidos y enviados por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (independientemente de las precisiones litúrgicas). Porque la Trinidad abraza toda la vida: de ella nace, y en ella encuentra su plenitud.
Así, todo cuanto vivimos y hacemos, como por ejemplo la reconstrucción de “la nueva normalidad”, ha de tener su fundamento y su modelo en el amor trinitario: un amor que no se agota, un amor concreto, un amor que salva las distancias insalvables, un amor que reúne lo más diverso, vincula lo radicalmente distinto, un amor incondicional…
Una vida concreta que nace de esta fuente de amor, no se ve solo en las comunidades de fieles o de personas consagradas, se ha de ver también plasmada en la vida social, en la economía, en la cultura, en la ciencia, etc. Es la gran aportación de la fe cristiana al mundo. Todos los santos crearon en ellos mismos y en su entorno una nueva humanidad. El gran obsequio que hacemos desde la fe al mundo es precisamente la Trinidad.