Fecha: 19 de julio de 2020
Hoy continuo reflexionando sobre el acompañamiento espiritual cuya finalidad es ayudar a descubrir la voluntad de Dios en la propia vida y responder debidamente, a recorrer el camino de maduración de la fe, para alcanzar la perfección en el seguimiento de Cristo. Se trata de ayudar a encontrar y amar a Dios en la vida misma, en los acontecimientos y en las personas. Para ello, según el Papa Francisco, se necesitan personas con prudencia, con capacidad de comprensión, que sepan esperar, que sean dóciles al Espíritu Santo (cf. EG 171). Hoy trataré de estas características.
En primer lugar la prudencia, la virtud que dispone para discernir en toda circunstancia el verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1806). Santo Tomás de Aquino considera que la prudencia rige y gobierna todas las virtudes de la voluntad, que indica la medida recta de las demás virtudes y es el origen o fuente de todas ellas. Una persona que acompaña espiritualmente a otra debe ser prudente, es decir, ha de ser equilibrada, moderada, discreta; ha de saber aconsejar discerniendo el mejor momento para ayudar a la otra persona, para motivarla y ayudarla a sacar lo mejor de sí misma, a crecer, confiando en Dios y en su gracia.
En segundo lugar saber comprender al otro como algo esencial en el proceso de acompañamiento. A esto ayuda la empatía, que es la capacidad de percibir, compartir y comprender los pensamientos y las emociones de otras personas; es saber ponerse en el lugar del otro sin perder objetividad y capacidad de análisis. Esta capacidad genera una sensación de simpatía y comprensión. Comprender al otro no significa tener que justificar sus ideas, sentimientos o actuaciones. Llegarán los momentos en que será preciso corregir, para ayudarle a crecer y madurar, pero para corregir con acierto son imprescindibles el conocimiento y la comprensión.
También es importante saber esperar. El ser humano va haciendo camino a lo largo de la vida, está en un proceso continuo, y Dios va actuando en él. Quien acompaña el proceso no debe caer ni en las prisas ni en las pausas ya que los ritmos pueden ir variando según muchas circunstancias, y se requiere paciencia y perseverancia. El que acompaña es un testigo del desarrollo y crecimiento de la persona acompañada, y ha de saber discernir los modos y los tiempos en los que el Espíritu Santo va actuando. Ha de tener mucha paciencia, ha de saber esperar, porque sus tiempos son diferentes a los del otro, y siempre ha de respetar su ritmo y su libertad. Es muy importante que tenga una mirada de conjunto, un horizonte amplio, y mucha confianza en la Providencia.
El acompañamiento espiritual, en definitiva, ayuda a vivir según el Espíritu, a ser dóciles a sus impulsos. El Espíritu Santo habita en nosotros, como en un templo, y actúa en nosotros. Es el maestro interior que nos guía hacia la verdad, que nos enseña el misterio de Dios, de sus palabras y obras, de la historia, de la vida y del mundo; nos da la luz y la capacidad para enseñar las cosas de Dios; nos conduce interiormente para vivir como auténticos hijos suyos; viene en ayuda de nuestra flaqueza para orar como conviene. El Espíritu obra una nueva creación conformando progresivamente los pensamientos y sentimientos con los de Jesucristo y da la luz para entender las palabras de Jesús y la fuerza para ser sus testigos ante los hombres.
Dios acompaña siempre a sus hijos. Tenemos que aprender a acompañar a los demás como Dios nos acompaña a nosotros, como nos enseña Jesús, con amor y paciencia, respetando nuestra libertad, sanándonos con su gracia, potenciando y desarrollando lo mejor de cada uno, para que podamos llegar al ideal de perfección que nos propone y que nos concede.