Fecha: 26 de julio de 2020
Si la oración es el lugar donde el creyente, que ha sido hecho hijo de Dios por el bautismo, expresa y crece en la relación filial con el Padre, aprender a orar no consiste únicamente en la asimilación de unas técnicas de concentración, sino que es un proceso que no se puede separar de la vida de los hijos de Dios que comienza y se desarrolla en el seno de la Iglesia. De ella recibimos tanto la fe como el lenguaje en el que esta se expresa y llega a ser comprensible para nosotros; también en ella el Espíritu Santo “enseña a orar a los hijos de Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2650) y aprendemos a rezar asimilando el lenguaje de la oración, que no es otro que el de la fe.
La oración, siendo un acto personal, no es para el creyente una actividad vivida de una forma puramente individualista: cuando el cristiano ora lo hace siempre como miembro del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia. Los lugares donde aprendemos a orar no pueden ser otros que aquellos en los que ella vive y expresa la fe: en primer lugar hay que mencionar la Sagrada Escritura, pues “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus divinas palabras” (Concilio Vaticano II, DV 25). Dentro de la Sagrada Escritura los salmos tienen una gran importancia, porque en su variedad reflejan todos los sentimientos y situaciones de la vida de Jesús y de sus discípulos. Interiorizar los salmos constituye un camino insuperable para crecer en la unión con Dios. No olvidemos que Cristo se sirvió de ellos para dirigirse al Padre en los momentos más decisivos de su vida.
En segundo lugar, aprendemos a orar eclesialmente en la liturgia. La interiorización del lenguaje litúrgico evita caer en el peligro de reducir la oración a un simple sentimiento subjetivo sin contenido objetivo. Como todos sabemos, el centro de toda la liturgia de la Iglesia es la Eucaristía, que es “fuente y culmen de toda la vida cristiana” (Concilio Vaticano II, LG 11) y, por ello, la oración más importante de la Iglesia. El encuentro con Cristo que se vive en la celebración de este Sacramento se prolonga en la adoración eucarística. La Eucaristía es la base de la vida de oración. Sin una vivencia de este sacramento no puede haber auténtica oración cristiana.
Es importante también conocer a los grandes maestros de oración que ha habido a la largo de la historia de la Iglesia (como santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz o santa Teresa del Niño Jesús, por mencionar algunos de ellos). El testimonio de sus vidas y sus escritos nos enseñan a orar. Son una gran riqueza que nos revela que la oración cristiana no es algo monolítico. Todas las espiritualidades participan de la tradición viva de la oración. En su rica diversidad “reflejan la pura y única luz del Espíritu santo” (Catecismo de la Iglesia Católica, 2684).
Un creyente que quiere aprender a orar debe mirar a la Virgen María. Ella es un modelo de oración en todos los momentos de su vida, desde la Anunciación, cuando entonó su cántico de alabanza, hasta el momento doloroso de la Cruz y la alegría plena de la Pascua. Ella es quien ha inspirado y sigue inspirando a todos los auténticos maestros de oración.