Fecha: 11 de octubre de 2020
Estamos en tiempo de lágrimas. Pero eso no es necesariamente malo. En la antigüedad se hablaba “del don de lágrimas” y como tal don se pedía al Espíritu. Las lágrimas pueden ser, en el Espíritu, un auténtico don.
Hablamos, de las lágrimas en el rostro de Dios. La Sagrada Escritura nos transmite la imagen del Dios que llora, el Dios que “tiene sentimientos” y muestra dolor ante el sufrimiento de los humanos y ante “las heridas” que le infligimos los humanaos. Como decimos, si además contemplamos al Dios Encarnado, Jesucristo, sus lágrimas físicas, visibles, son verdadero llanto de Dios. Así lloraba Dios por su propio sufrimiento, como en Getsemaní y por el sufrimiento de las personas, como ante la muerte de su amigo Lázaro.
En este tiempo de crisis, tras el impacto que nos produce espontáneamente ver cercano el sufrimiento, el primer movimiento consciente del cristiano debería ser contemplar el rostro lloroso de Cristo. Estas lágrimas son como una revelación del misterio íntimo de Dios. Él vive, siente, la profunda empatía con el sufrimiento humano, hasta el punto de hacerlo propio. En ese momento uno recibe la gracia de haber superado el sentimiento de soledad y abandono. Jesucristo ofrece una presencia cercana, íntima, compasiva. Es lo que experimentamos muchas veces ante una imagen del crucificado o ante la misma Eucaristía.
Pero el Dios Padre de Jesucristo, o el mismo Jesucristo, no es solo el amigo cercano, que está ahí compartiendo con nosotros toda una riqueza de vivencias. Es amigo y también Señor del universo. Y como tal también actuará.
Así, el pueblo de Israel, en pleno sufrimiento, escuchó el anuncio del profeta que habla en nombre de Dios. Yahvé prometió un gran banquete, una fiesta, en la que ya no habrá motivo de sufrimiento:
“El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros” (Is 25,8)
¡Cómo nos gustaría recibir hoy estas mismas palabras referidas a un futuro inmediato!
Estas palabras del profeta fueron pronunciadas hacia el siglo V antes de Cristo. Pero siguen vigentes hoy. ¿En qué sentido? Quienes las escuchaban no vieron quizá que Dios enjugara todas sus lágrimas. Pero quinientos años más tarde el pueblo vio que Jesús, identificándose como el Hijo de Dios, curó enfermos, dio de comer a hambrientos, anunció el perdón, resucitó muertos… e invitaba al gran banquete en el que no existía el dolor. Dios en Él, de verdad, enjugaba las lágrimas.
Así y todo, aún quedaba mucho sufrimiento en el mundo y en la historia: el pecado y su compañera la muerte, en todas sus formas, como enfermedad, violencia, injusticia, error, mentira, etc., seguía y sigue presente. ¿Sigue Dios enjugando nuestras lágrimas? Por supuesto. Que se supere una crisis, se cure una enfermedad, se solucione un conflicto, son pequeños consuelos. El mal, causa de nuestro más profundo llanto, debía ser vencido en su raíz. Por eso el mismo Jesús lo asumió, lo cargó sobre sus espaldas, en un acto supremo de confianza y abandono en el amor del Padre Dios. Su Cruz y su Resurrección hicieron verdadero aquel anuncio profético: la puerta del banquete estaba definitivamente abierta y allí ya no habrá tristeza, ni llanto ni dolor (cf. Ap 21,4).
Ésta es nuestra única medicina, y el más eficaz consuelo de nuestro llanto.