Fecha: 25 de octubre de 2020
Hace quince días se publicó la nueva Carta Encíclica del Papa Francisco, titulada “Hermanos todos”. Como es sabido, mediante esta carta el Papa hace una llamada a vivir en concreto y realmente la fraternidad universal, un mensaje tanto más urgente cuanto más se extiende la crisis y el sufrimiento, cebándose sobre todo en los pobres y necesitados.
Esta llamada a la fraternidad, naturalmente, no es nueva. Resuena en nuestro mundo occidental y en el medio oriente desde hace dos mil años, con el inicio del cristianismo. En otras partes del mundo, más o menos claramente, de la mano de algunas religiones. Adquirió carta de naturaleza en el ámbito cultural y político hace dos siglos y medio con la llegada de la Ilustración y la modernidad en general.
Sin embargo, estamos muy lejos de vivir la fraternidad universal. La carta del Papa comienza constatando los grandes vacíos y negaciones prácticas de la fraternidad en nuestras vidas concretas y en el terreno de las relaciones internacionales. Cada uno podría aportar ejemplos claros de falta de auténtica hermandad.
Dos observaciones evidencian la gravedad de esta falta. En primer lugar, que subrayamos el tremendo adjetivo de “universal”. La fraternidad abierta absolutamente a todos es la más difícil. Porque es relativamente fácil sentirse hermano de quien comparte lazos de sangre, de paisanaje, de gustos y aficiones, de ideas y cultura… Es mucho más difícil tratar como hermano al que aparece como distante o extraño. En segundo lugar, que todo cambia cuando precisamente “el otro”, de quien soy llamado a sentirme como hermano, sufre. Entonces la exigencia de fraternidad se hace más apremiante.
En todo caso, esta es la gran cuestión: ¿qué tengo que ver con el otro, cualquiera que sea? Más concretamente: ¿qué tengo que ver yo con las lágrimas de mi hermano?
Es la gran pregunta que sonó al comienzo de nuestra historia, o mejor, de la historia de nuestros conflictos: “Dijo Dios a Caín, ¿dónde está tu hermano? No sé, respondió. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?” (Gn 4,9) Caín quiso escapar, negando cualquier deber de fraternidad.
Alguien dirá que esta pregunta “¿dónde está tu hermano”? se entiende en la narración bíblica, ya que Dios parece poner en evidencia la responsabilidad criminal de Caín. Pero ¿tendría sentido esta pregunta en boca de Dios dirigida hoy a cada uno de nosotros, por ejemplo en la situación de la presente crisis?
Respondamos a esta cuestión con sinceridad y honradez.
Por un lado, si analizamos las cadenas de causas y efectos que ligan nuestra convivencia social, ¿quién podrá decir que no tiene absolutamente nada que ver con la crisis y el sufrimiento de los demás?; ¿quién se podrá considerar libre de responsabilidad, cuando nuestras faltas no solo son por acciones, sino también por omisiones?…
Por otro lado, todo está más claro, si aplicamos criterios evangélicos para valorar nuestras vidas. Dios Padre de Jesucristo nunca nos ve como individuo aislados, sino siempre como vinculados por lazos de fraternidad, precisamente porque Él es nuestro Padre y de Él heredamos la capacidad de amar como Él nos ama.
Las lágrimas del hermano, que Dios mismo comparte en Jesucristo, ¡también, en Jesucristo son nuestras! Han de ser nuestras, porque estamos vinculados con lazos, que nacen de las manos de Dios y se activan con nuestra voluntad de amar responsablemente.