Fecha: 25 de octubre de 2020
El próximo domingo celebraremos la solemnidad de todos los santos y al día siguiente la conmemoración de los fieles difuntos. En las dos celebraciones hacemos memoria de muchas personas que nos han precedido, que han finalizado ya su camino en la tierra. En estos días se acostumbra a visitar los cementerios para reavivar la memoria de nuestros seres queridos, para expresar nuestro afecto, y sobre todo, para rezar por ellos. Este año lo haremos en el contexto de la pandemia del coronavirus con todas las limitaciones que comporta, y con la cura de humildad que está suponiendo para el género humano, especialmente para la autosuficiencia de los más poderosos.
La muerte forma parte de la existencia, y el ser humano es el único ser vivo consciente de que tarde o temprano llegará el momento de morir. Ahora bien, en nuestra sociedad se ha convertido en un tema tabú, casi prohibido, hasta el punto que se debe ocultar a los más pequeños de la casa. Pero a la vez, resulta que el ser humano es el único que reflexiona sobre la realidad de la muerte y que le da un sentido que va más allá, y por eso quiere saber más, y necesita aferrarse a una esperanza, a un horizonte de futuro. Nos da miedo la muerte porque significa adentrarnos en lo desconocido, en un estado que no podemos controlar con la ciencia y la técnica.
La celebración de todos los santos y de los fieles difuntos nos ayuda, pues, a reflexionar sobre nuestra condición de seres humanos. Como creyentes, estamos en el mundo, pero no somos del mundo; vivimos entre los hombres y compartimos sus angustias y esperanzas, pero no nos acomodamos a los criterios de la sociedad, sino que buscamos la voluntad de Dios, y aunque no nos desentendemos del mundo presente, esperamos un Salvador, Jesucristo, y eso comporta un modo concreto de ser y de vivir. Por eso, vivimos de alguna manera como si fuésemos extranjeros o peregrinos que están de paso en un país que no es su lugar definitivo, tal como señala la epístola a Diogneto, una singular obra cristiana de finales del siglo II.
Un cristiano que viva su fe con sinceridad de corazón percibe su vida como una peregrinación. El creyente es extranjero y peregrino en la tierra, y por eso necesita tener una mentalidad apropiada, la del que está de paso y no se aferra a los bienes materiales; la de quien no adopta necesariamente los usos y las costumbres del país que atraviesa, sino que conserva su criterio, su propia forma de ver las cosas, y posee una jerarquía de valores que a menudo no coincide con el entorno. Los peregrinos no marchan dando tumbos al azar, sino que avanzan por el camino que ha recorrido él, y viven en un proceso que no culminará del todo hasta después de la muerte.
La peregrinación del cristiano en la tierra es una peregrinación hacia la Jerusalén celestial. Pese a que se trata de un camino largo y no está exento de dificultades, lo recorre con la seguridad de alcanzar la meta. Poco importa el cansancio, las pruebas, las tentaciones que se harán presentes. Al peregrinar, ya se participa de la felicidad futura por la fe y la esperanza, y se alcanzará la plenitud. Mientras se peregrina, hay que vivir con desapego a las cosas de la tierra, conscientes de que esta vida no es la vida plena y esta tierra no es la patria definitiva. Es preciso hacer camino con la mirada puesta más allá y más alto sin evadirse de la realidad y de sus problemas; al contrario, se hace desde el compromiso con las causas más nobles de nuestro mundo y luchando para que el Reino de Dios, reino de justicia y de paz, se haga presente en todos los órdenes de la vida.