Fecha: 1 de noviembre de 2020
Las primeras palabras de la encíclica del Papa Francisco Fratellitutti, me resultan de extraordinaria importancia. Tienen un tono personal que nos sugiere el inicio de una conversación o de una charla. En ellas nos explica la experiencia que le sugirió la idea de escribir una carta sobre la fraternidad universal. Precisamente sobre “la fraternidad abierta a todos los seres humanos”.
Dicha experiencia fue, por un lado, el encuentro reciente con el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb, en Abu Dabi. Este encuentro dio lugar a la solemne declaración de un principio compartido por los firmantes: que Dios “ha creado todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos”. Por otro lado, quizá estimulado por esta relación con el mundo musulmán, le vino a la mente el testimonio de quien siempre ha sido su gran inspirador, San Francisco de Asís, apóstol de la fraternidad.
Precisamente el Papa cita (nota n. 4) un pasaje de la vida de San Francisco, según narración realizada por el gran especialista en espiritualidad franciscana EloiLeclerc en su libro Exilio y ternura. Es el encuentro del santo con el sultán Melik-el-Kamil en pleno asedio de los cruzados a la fortaleza de Damieta, junto a la desembocadura del Nilo (“era el año 1219, después de la venida del dulce Señor a la tierra”).
Este libro y esta escena en concreto, me impresionaron cuando lo leí por primera vez hace años. Mi impresión respondía a una inquietud que entonces despertaba en mí grandes interrogantes sobre la fraternidad universal. Hoy esos interrogantes siguen vivos. En pocas palabras, podemos decir que, compartiendo el intenso deseo y la urgencia de lograr esa fraternidad, restan abiertas preguntas fundamentales: ¿es posible?; ¿cómo puede serlo?; ¿en qué se fundamenta?; ¿qué motivo puede estimular a todos a procurarla?
El Papa incorpora unas palabras del libro de EloiLeclerc, que no he logrado encontrar en el texto (quizá porque usa una edición distinta): “Solo el hombre, dice, que acepta acercarse a otros en su movimiento propio, no para retenerlos en el suyo, sino para ayudarles a ser más ellos mismos, se hace realmente padre”. ¿Qué significan estas palabras? Según la narración, San Francisco no tenía otro objetivo sino el de anunciar a Jesucristo al sultán para que se convirtiera, creyera, y así participara del amor que nos trae la paz, renunciando a la violencia y la guerra. Se presentó con toda su pobreza y debilidad ante el sultán. Éste, al ver la manera como el santo testificaba su fe en Cristo, su transparencia, su estilo auténtico, su sencillez y pobreza, se vio seducido y llegó a sentir hacia él una profunda simpatía. No obstante, replicó planteándole la gran cuestión: “Si es así, ¿cómo es que los cristianos luchan contra nosotros y, llevados por su afán de poder y dominio, no se avienen a negociar?” Con rostro profundamente triste, respondió el santo:
“Señor, el Amor no es amado; el Amor, en este mundo, sigue estando crucificado”
San Francisco no cedió a entrar en discusiones teológicas. No quería vencer, sino solo testificar. Para lo cual, en su segundo encuentro con el sultán y su corte, se mostró dispuesto a pasar la prueba del fuego, como testimonio martirial. Naturalmente nadie estaba dispuesto a acompañarle, pero el sultán le ofreció numerosos y ricos regalos, que el santo rechazó amablemente…
Volviendo al campamento, San Francisco dijo a su acompañante, el hermano Iluminado: “El Señor no ha querido nuestra vida. No hemos sido encontrados dignos de sufrir por su nombre”. Su intento de anunciar la fe, que fructificaría en la fraternidad y la paz, había fracasado.