Fecha: 22 de noviembre de 2020

Los domingos del año litúrgico llegan a su fin con la solemnidad de Jesucristo Rey del universo. Después de haber celebrado los misterios de la salvación, nuestra mirada se dirige al futuro. El Reino de Dios, que comenzó en el mundo como una pequeña semilla en la persona, las palabras y las acciones del Señor, especialmente en su muerte y resurrección, llegará a su cumplimiento al final de la historia, cuando Cristo vuelva en gloria como Señor de toda la creación. En el tiempo entre su primera y su segunda venida, la misión de la Iglesia es ponerse al servicio de este Reino y ser, de este modo, su presencia en medio de la historia humana. La Iglesia no es un fin en sí misma; su meta es el Reino de Dios.

A lo largo de su vida pública el Señor evitó en todo momento que se identificara su Reino con los reinos de este mundo. De hecho, cuando después de la multiplicación de los panes la multitud lo buscaba para proclamarlo rey, Jesús “se retiró otra vez a la montaña él solo” (Jn 6, 15); y cuando le preguntan por su realeza con criterios humanos nunca responde afirmativamente. Los signos de su reinado no son el poder, la riqueza o la ostentación. Por ello, solo cuando humanamente parece haber fracasado en las aspiraciones mesiánicas, está a punto de ser condenado a muerte y ya no hay peligro de que le sigan por ambiciones humanas de poder es cuando afirma ante Poncio Pilato que es rey: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37). Jesús reconoce su realeza cuando está más identificado con los últimos de este mundo, con los condenados injustamente, con aquellos que han sido abandonados, con los más pobres: cuando nadie puede esperar de Él lo que se espera de los poderosos.

El texto evangélico que se proclama este domingo nos anuncia la buena noticia del juicio final, cuando el Señor hará justicia a todas las víctimas de las injusticias y llamará a entrar en su Reino a todos aquellos que le han reconocido y se han compadecido de Él en los hambrientos, los sedientos, los enfermos, los presos…: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40). Observemos que no dice “es como si me lo hubierais hecho a mí”. Su identificación con los últimos es total: “conmigo lo hicisteis”.

Estas palabras de Jesús sobre el desenlace de la historia nos indican que, si la Iglesia quiere ser sacramento del Reino de Dios, su camino no puede ser otro que el de Cristo: “La Iglesia no existe para buscar la gloria de este mundo, sino para predicar, también con el ejemplo, la humildad y la renuncia. Cristo fue enviado por el Padre a anunciar la buena noticia a los pobres… a salvar a los de corazón destrozado, a buscar y salvar lo que estaba perdido. También la Iglesia abraza con amor a todos los que sufren bajo el peso de la debilidad humana; más aún, descubre en los pobres y en los que sufren la imagen de su fundador pobre y sufriente, se preocupa de aliviar su miseria y busca servir a Cristo en ellos” (Vaticano II, Lumen Gentium 8).

No caigamos en la tentación de pensar que el Reino de Dios se construye con las armas de este mundo.