Fecha: 29 de noviembre de 2020
Estimados y estimadas:
Este domingo iniciamos un nuevo año litúrgico. A pesar de la pandemia, procuraremos que nuevas coronas de Adviento iluminen nuestras iglesias y, poco a poco, ir creando y reencontrando el ambiente gozoso de Navidad. Estas cuatro semanas nos hablan de una actitud fundamental, a veces poco cultivada, que es la espera. Y es que así como en Cuaresma subrayamos una preparación penitencial de cara a la conversión, en Adviento la preparación se parece más a la antesala de la gran fiesta de Navidad. Esperamos el nacimiento del Señor, pero no esperamos pasivamente, sin poner nada de nuestra parte. La antesala donde nos han invitado a permanecer no es una sala de espera aburrida y monótona donde pasar el tiempo, sino el espacio donde cultivar y profundizar, tanto personal como comunitariamente, una serie de virtudes.
Un primer campo a cultivar es la paciencia, una virtud cada vez más escasa en nuestro mundo occidental, dominado por la urgencia, la inmediatez y las prisas. Hoy en día, esperar tiene una connotación casi negativa, de pérdida de tiempo. Y, en cambio, a nadie se le escapa que las cosas realmente importantes de la vida necesitan un tiempo de gestación absolutamente imprescindible para posibilitar su madurez y plenitud.
Disponer de un tiempo fuerte para llegar a Navidad significa que la Iglesia nos invita a no perdernos en superficialidades y ligerezas, sino a dar el valor justo que merece la solemnidad eclesial de la Encarnación del Hijo de Dios. Por ello, el Adviento necesita de una oración pausada y de una reflexión sosegada. Sólo así podremos detenernos a contemplar este misterio, incluso antes de celebrarlo, y abriremos nuestro interior para captar en profundidad la gran sorpresa y el gran regalo de Dios. De una manera especial, pues, estos días recordamos y revivimos la oportunidad constante de encontrarnos con el Señor que viene, que sigue viniendo cada día y en cada momento. Y es desde aquí que la espera se relaciona con la actitud de vigilia.
Es evidente que quien está esperando para entrar a una fiesta no se duerme. A la gran sorpresa de la Encarnación del Hijo de Dios debe corresponder nuestra libertad responsable, porque el Señor quiere atraernos con su amor y nos invita a formar parte de una nueva humanidad. Pero es necesario que cada uno de nosotros escuche su voz y se levante voluntariamente a abrirle la puerta, como aquellas muchachas prudentes del Evangelio que mantenían encendidas las antorchas.
La espera tiene aún otro valor fundamental: hace que aumente el deseo. Nadie espera un acontecimiento gozoso con apatía y desgana. Sería una contradicción, fruto del desconocimiento de lo que realmente se espera. El hombre y la mujer bíblicos expresan el deseo de Dios. Esperarlo, anhelarlo, buscarlo, llorarlo, festejarlo están en la base de su espiritualidad. El Salmo 62, que cantamos cada domingo y cada fiesta en el rezo de Laudes, es un ejemplo diáfano: «Oh Dios, eres mi Dios, al amanecer te busco. Mi alma tiene sed de ti, por ti se desvive mi corazón en tierra seca, sedienta, sin agua». El deseo de Dios es el motor para engendrar el mundo nuevo que nos trae Navidad. Entonces, nuestro entusiasmo se convertirá en testimonio auténtico por la alegría de vivirlo.
Vuestro,