Fecha: 20 de diciembre de 2020
Preocupados por la fraternidad universal y respirando el aire de la Navidad, brota desde nuestro interior la exigencia de “crear un espacio para Dios en nuestra vida”. Un espacio adecuado, como el vacío delimitado por los brazos abiertos en espera del abrazo del amigo. Lo que esto significa en la vida normal y cotidiana ya quedó manifiesto hace más de dos mil años en el acontecimiento de la natividad de Jesús. La humanidad que allí se dio, era el espacio adecuado para Dios entre nosotros.
Volvemos de nuevo a San Francisco. Andado ya el costoso camino de la redacción y el reconocimiento por el Papa de la Regla para la Orden, que garantizaría institucionalmente la fraternidad, le vemos, en diciembre de 1223, caminando con el hermano León por el valle de Rieti, en medio de una enorme tormenta de viento y nieve. Son acogidos por el anciano Mario y su familia, al calor de aquel hogar que conservaba, durante tantos años, el rescoldo de la predicación del santo. La curiosidad y la amistad hicieron que el anciano preguntara por la experiencia de San Francisco en Egipto. El recuerdo de una fraternidad fallida ensombreció el rostro del santo. De ello también participaba el anciano, que, mientras daba calor a uno de sus nietos medio dormido, decía “también hemos sufrido muchas desgracias: muertes de seres queridos, malas cosechas, peste en el ganado, viñas heladas… Los vecinos ya no quieren creer en Dios… Pero yo digo que, si perder otras cosas es una desgracia, perder a Dios es una desgracia aun mayor”. San Francisco reacciona con el rostro iluminado:
“Dentro de unos días es Navidad. Ya nadie se acuerda lo que es la Navidad. No saben lo que es la ternura del Padre, no saben lo que es Dios. Hay que recordárselo, hay que volver a hacer la Navidad… Vamos a hacer un nacimiento de verdad, en una gruta de verdad… Quiero ver al niño como estaba en la humildad y la pobreza”
En efecto, tras hablar con unos y otros todo quedó dispuesto. A media noche de la víspera de Navidad, la ladera de la montaña se llenó de puntos de luz, como estrellas en movimiento, venidas de diversos rincones del valle, buscando un mismo punto de reunión. En una gruta estaban colocados los animales, un buey y una mula, un niño recién nacido reposando sobre paja fresca en un pesebre, custodiado por sus padres. San Francisco daba a todos la bienvenida, niños, adultos, ancianos, jóvenes; la tierra, los animales y las personas de diferente procedencia y condición, “toda criatura debía sentirse envuelta en el gran misterio de la piedad”. El hermano León presidió la Eucaristía y Francisco actuó como diácono, cantando el Evangelio y dirigiendo unas palabras, que contagiaban una gran alegría: “Hermanos, ¿habéis oído? El Señor de la gloria esta noche se ha hecho el más pobre y oscuro de los hijos de los hombres… Dios, el lleno de gloria, se hizo hermano nuestro… Los hombres no sabían hasta qué punto Dios es padre. No podían saberlo. Era preciso que Dios les mostrara a su Hijo…” (cf. E. Leclerc, Exilio y ternura, 234-244)
La Navidad es el lugar y el momento de encuentro universal. Porque no hay espacio más ilimitado, ni instante más eterno, que el Hijo de Dios radicalmente pobre, abierto a toda la humanidad, ofrecido sin condiciones, con el amor gratuito que le es propio.
Conocemos el desenlace de la historia. Una historia que sigue abierta hoy en cada uno de nosotros. No es una bella representación. Forma parte esencial de nuestra fe y es alimento de nuestra esperanza.