Fecha: 27 de diciembre de 2020

El Evangelio se hace sorprendente en muchas ocasiones como, por ejemplo, al aludir a los niños, puestos en boca de Jesús en más de una ocasión. Hay que tener presente que, en el siglo I, el niño pertenece a un grado inferior: es alguien que aún no ha llegado a ser hombre. Se le considera, por tanto, carente de dignidad humana plena y, de hecho, su opinión no interesa para nada, y él no cuenta para nada de cara al desarrollo de la sociedad.

Cuando Jesús pide a sus discípulos que no impidan a los niños acercarse a Él, y, más aún, cuando los bendice y los acoge en sus brazos, está dignificando al ser humano en todos sus estadios. Yendo a contracorriente, pues, y siguiendo su línea de pensamiento, Jesús se erige en defensor de aquellos que están en inferioridad de condiciones y que suelen ser despreciados en su pobre humanidad.

Lamentablemente, después de veinte siglos, no hemos mejorado mucho. Demasiadas veces debemos oír hablar de niños falsamente madurados como soldados; o lamentablemente prostituidos, víctimas de abusos de todas clases; o trabajando en condiciones infrahumanas. Niños que no han podido vivir su infancia, obligados a entrar en la miseria del comercio, del odio, de la desesperación. La escena de Jesús, pues, se convierte en exigencia ética que nos empuja a construir un mundo más justo para todos.

Sin embargo, parece que al Maestro no le basta presentar a los niños como demanda de acogida y de justicia, sino que, en sus palabras, estos minusvalorados se muestran como protagonistas prioritarios en el mundo nuevo que se instaura. Para manifestarlo de una manera clara y simbólica, Jesús llama a un niño y lo colocaentre él y sus discípulos. El gesto profético no pasa desapercibido. Aquel niño está ocupando el lugar que corresponde al maestro, al hombre importante, a la autoridad. De nuevo, las coordenadas evangélicas se expresan a través de una antítesis: lo que para la sociedad es pequeño, es grande para Dios.

Tampoco pasa desapercibido el contexto de esta escena. Los discípulos han preguntado a Jesús quién es el más importante en el Reino. Se nota aquí la gran distancia entre el pensamiento humano, siempre ávido de grandeza y de prestigio, y el pensamiento divino, que se expresa con sencillez y humildad. La catequesis de Jesús es clara: «Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3). Evidentemente, Jesús no nos invita a un infantilismo ingenuo e irresponsable. Por el contrario, debemos ser como un niño, es decir, convertirnos ―libremente y como un acto de donación―, en más sencillos y humildes, viviendo la limpieza del corazón, a semejanza de aquellos pequeños y despreciados que no tienen más mérito que ser escogidos por su propia pequeñez.

Saberse amado por Dios, no por las propias cualidades, sino por su gran misericordia, es signo de haber captado el gran don del Evangelio. Quien vive así, nunca podrá sentirse decepcionado, porque su felicidad radica en la confianza plena: la del hijo que se siente querido por el Padre del cielo. Esta libertad de espíritu es la mejor preparación para entrar en el misterio de Amor que celebramos durante este tiempo de Navidad.

Vuestro,