Fecha: 17 de enero de 2021
Estimados y estimadas,
Estamos muy habituados a hablar de la Iglesia como «un solo cuerpo», y evidentemente debe ser así. Pero, en cambio, reflexionamos menos sobre los efectos personales y eclesiales que implica esta expresión. Esta semana iniciamos el octavario de oración por la unidad de los cristianos y, además, si Dios quiere, el próximo jueves, fiesta de san Fructuoso, tendrá lugar en la catedral la clausura de la celebración del vigésimo quinto aniversario del Concilio Provincial Tarraconense de 1995, con una eucaristía concelebrada por todos los obispos de Cataluña. Tanto un hecho como el otro nos pueden ayudar a comprender más adecuadamente lo que conlleva ser «un solo cuerpo».
San Pablo, a quien debemos la imagen de la Iglesia como «Cuerpo de Cristo», dedica el capítulo 12 de la Primera Carta a los Corintios a hablar de cómo se vive en el interior de la Iglesia, en tanto que comunión dentro de la diversidad de dones. Para explicitar de manera gráfica su pensamiento, recurre a la figura del cuerpo humano. En una escena muy elocuente, Pablo imagina la conversación entre diferentes miembros del cuerpo. Las palabras de unos y otros van sacando a la luz las dificultades de la comunidad eclesial, y se va clarificando una realidad que resulta tan evidente en la teoría como poco recordada en la práctica.
Uno de los desaciertos es descrito en la conducta de algunos miembros que quieren recibir un trato ostentoso ante los que consideran inferiores o simplemente innecesarios. Pablo debe dar respuesta a esta seria y recurrente tendencia del hombre, siempre proclive a buscar el prestigio personal, y lo hace recurriendo a la idea de los contravalores del Reino, ya que «los miembros que parecen más débiles son necesarios. Y los miembros del cuerpo que nos parecen más despreciables los rodeamos de mayor respeto; y los menos decorosos los tratamos con más decoro; mientras que los más decorosos no lo necesitan» (1Cor 12,22-24). Queda claro, pues, que en la «eclesialidad»nadie está en condiciones de despreciar ni juzgar a ningún otro. La otra tentación del cuerpo eclesial es que un miembro quiera ocupar el lugar de otro, mientras vive con insatisfacción su actual ubicación. Pablo no entra en disquisiciones psicológicas, sino que indica que es Dios quien ha dispuesto cada miembro en su lugar adecuado y es desde este espacio, y no otro, que le da las fuerzas y la sabiduría para servir a la salud y al equilibrio del cuerpo entero. El proyecto común, pues, ahuyenta toda posibilidad de envidia y rivalidad, y hace del cuerpo un jardín multicolor donde mostrar la belleza de Dios.
Superar estas dos dificultades tiene un único objetivo: «para que así no haya división en el cuerpo» —afirma san Pablo (1Cor 12,25)—, «sino que más bien todos los miembros se preocupen por igual unos de otros». ¿Hay manera más clara de advertir a la comunidad cristiana de Corinto, y de todos los tiempos, que la comunión del cuerpo entero es prioritaria al individual atesoramiento de cualidades y virtudes? Las consecuencias personales están implícitas, porque para conseguir la armonía del cuerpo entero es evidente que cada miembro debe vivir, de una manera natural y espontánea, la humildad, el servicio y la solidaridad con los demás. Ya el Concilio Tarraconense urgía «a los fieles a tomar parte activa en la comunidad cristiana, […] con un auténtico espíritu de comunión, y ser acogedores de todas y cada una de las personas, en su peculiar situación, para que puedan encontrar su lugar y desarrollar su actividad o servicio»(CPT 121). Tengámoslo en cuenta en nuestras relaciones eclesiales.
Vuestro,