Fecha: 31 de enero de 2021

El próximo día dos de febrero celebraremos la XXV Jornada de la Vida Consagrada, que tiene como lema «La vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido». El lema se hace eco de la condición herida tanto del ser humano como dela creación entera, y por otro lado, de la vocación y misión de las personas consagradas en la Iglesia y en la sociedad, que han de ser signo visible de la cercanía de Dios con cada persona. Todo ello desde la perspectiva de la parábola del buen samaritano, que enseña que debemos convertirnos en prójimos de todos, incluso de los enemigos. Ser prójimo significa cumplir el mandamiento del amor con todas las personas, sobre todo con las más vulnerables y heridas que encontramos en el camino.

La parábola del buen samaritano ha de ser nuestro criterio de comportamiento, y muestra claramente la universalidad del amor que se debe ofrecer al necesitado,  sea quien sea, sin importar de dónde venga. Mi prójimo es cualquiera que tenga necesidad de mí y al que yo pueda ayudar. De este modo, se universaliza el concepto de prójimo, pero a la vez permanece concreto. Aunque se extienda a todos los seres humanos, el amor al prójimo no se diluye en una actitud genérica y abstracta, poco exigente en sí misma, sino que requiere un compromiso práctico en el tiempo y en el espacio, en el momento presente y en el lugar en que vivo. Este es el criterio de comportamiento y la medida que nos propone Jesús: la universalidad del amor que se dirige a todo hermano necesitado, quienquiera que sea.

Los Padres de la Iglesia han interpretado esta parábola desde una perspectiva cristológica. El camino de Jerusalén a Jericó aparece como imagen de la historia universal; el hombre que yace medio muerto al borde del camino es imagen de la humanidad, herida por el pecado, y Nuestro Señor Jesucristo es el Buen Samaritano. Como señala la constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Ecuménico Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo actual, Jesucristo “con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado”(GS 22).

Jesucristo es solidario con el género humano: experimentó el sufrimiento, el cansancio, el hambre y la sed; experimentó también los sentimientos humanos de alegría, tristeza, indignación, admiración, y sobre todo, el amor. Los Evangelios relatan sobre todo su amor a los demás, hasta dar la vida. Manifiesta su solidaridad en primer lugar por el hecho de la encarnación, compartiendo nuestra condición humana, haciéndose hombre como nosotros. Este amor solidario está presente en toda su vida terrena, se manifiesta particularmente con los que sufren, con los cansados y agobiados, y se expresará de manera especial con su sacrificio redentor en la cruz. Es el buen samaritano que viene a salvar, a curar, a llenar de vida.

Los miembros de la Vida Consagrada hacen presente al Señor en medio del mundo y conocen las luchas y los sufrimientos de la vida en carne propia y ajena. Aprenden en la escuela de Cristo buen samaritano: rezan, recorren caminos de  vida común, de misión compartida, eligen la pobreza y la sencillez del Señor. En su corazón contemplativo y activo son profecía de fraternidad. Son hombres y mujeres que se acercan al borde del camino en el rincón desconocido de una barriada, en el coro de un monasterio, en el corazón de residencias, hospitales y escuelas, y se convierten en aceite y vino para las heridas del mundo, especialmente de los más necesitados. Damos gracias a Dios por ellos, y les damos gracias a ellos por su ejemplo de fraternidad y de compromiso en nuestra diócesis.