Fecha: 21 de febrero de 2021

Hemos iniciado el camino cuaresmal y nosotros lo podemos asumir como aquel itinerario hacia el acontecimiento central de la humanidad: el triunfo de la verdad sobre el ser humano, la victoria del hombre nuevo.

En camino cuaresmal, conviene recordar que los grandes testigos del humanismo cristiano han experimentado dos factores esenciales, que se derivan del hecho de que el humanismo cristiano nace de la fe: uno, que el humanismo cristiano, no se puede improvisar, sino que requiere un camino largo de constante confrontación o sintonía de la misma fe con la realidad del mundo; el otro factor es que, si bien el humanismo cristiano sostiene un constante diálogo con el mundo, de una forma u otra, quien lo vive de verdad, encuentra su participación en la Cruz.

¿Estamos poniendo el listón del humanismo cristiano demasiado alto? Se dirá que eso de la oración, la experiencia mística, del cristiano que está luchando cada día en el mundo, los negocios, el trabajo, la economía, no digamos la política, no es posible.

Gracias a Dios, no faltan testimonios luminosos de cristianos laicos, verdaderos humanistas y auténticos hombres de su tiempo, fieles que creyeron profundamente en Cristo, en la razón humana, en la cultura y en la política. No hace falta irse tan lejos como a los siglos XV o XVI, para encontrar un santo Tomás Moro, un Lorenzo Valla, un Erasmo o un Luis Vives. No faltaron tampoco “cristianos ilustrados” en los siglos XVII al XIX. Recordemos que justo a mediados del siglo XX, entre las dos grandes guerras mundiales, floreció un gran número de laicos que supieron responder a la llamada de reconstruir el mundo de la cultura y de la política, sobre bases humanistas cristianas. Estos testigos hoy se encuentran casi silenciados, quizá por su neta confesionalidad cristiana, quizá porque su categoría humana y de fe denuncian nuestra inoperancia y nuestra mediocridad.

Uno de los testimonios más ignorados es el del diplomático sueco, que acabó siendo Secretario General de las Naciones Unidas, Dag Hammarsckjöld. Totalmente inmerso en la lucha diplomática y política internacional, leía a grandes místicos y se identificaba con su doctrina, como el Maestro Eckhart y San Juan de la Cruz. En una entrevista radiofónica dijo:

“La explicación de cómo el hombre que vive una vida activa de servicio social en armonía consigo mismo como miembro de una comunidad espiritual, la he encontrado en los escritos de los grandes místicos medievales. De la unidad interior hallaron la fuerza para poder decir ‘sí’ a cada destino y a cada exigencia que la vida había reservado para ellos al seguir la llamada del deber”

Actuó en política y sufrió. Estaba plenamente convencido de que sumisión era poner puentes entre adversarios para construir la paz. Pero al mismo tiempo decía que necesitaba “la unidad interior” para asumir los difíciles retos que le presentaba la realidad del mundo político. Esa unidad era difícil: la actividad febril,  mantener viva la fe en Cristo y actuar según ella en el mundo de las luchas de poder, comporta serios obstáculos. Uno puede sentirse dividido, roto, incoherente, contradictorio. Pero los místicos pueden ayudarnos enseñándonos que el amor a Cristo, el amor recibido de Cristo, vivido en profundidad, es la fuerza que nos permite atravesar noches cerradas y amplias oscuridades sin perder la esperanza.

Es la fuerza que salva el ser humano.