Fecha: 4 d’abril de 2021
Estimados y estimadas,
En el documento de los obispos de Cataluña a propósito del vigésimo quinto aniversario del Concilio Tarraconense, afirmamos: «Cada año litúrgico, celebramos la venida del Hijo en una tierra sedienta de paz y de justicia, nos alegramos de su nacimiento glorioso y nos gloriamos de su muerte salvadora, pasamos del pesebreal sepulcro y al testimonio de su resurrección». En este ciclo anual, centrado en la Pascua, renovamos nuestra fe, viviendo en el día a día la joya del Señor resucitado.
En las cartas paulinas encontramos una exhortación nítida, casi un mandato dirigido a los cristianos de todos los tiempos: «Alegraos siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alegraos.» (Flp 4,4). En estos momentos duros de la historia que nos toca vivir, con una crisis sanitaria, económica y social de primera magnitud, donde la humanidad parece abocada a la fragilidad y a la desilusión, ¿cómo podemos seguir hablando de alegría? Y, sin embargo, si para todo el mundo la alegría se relaciona con la llegada de un bien, de una buena noticia, ¿podemos los cristianos presentarnos ante el mundo con caras largas y aburridas? ¿Qué credibilidad daríamos a la Buena Nueva que Jesús nos ha venido a traer?
Lo primero que debemos hacer es distinguir entre ser y estar alegre. Muy a menudo confundimos la alegría con la satisfacción inmediata de las necesidades que nos fabricamos. Estar alegre, en cambio, hace referencia a un estado de ánimo profundo del que se siente bien con Dios, con los demás y con uno mismo. Para llegar, hay un aprendizaje: salir del propio yo y plantearse la realidad desde una mirada amplia y generosa. El papa Francisco nos lo advierte claramente: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada […]. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.»(Evangeliigaudium2). El Papa apunta a lo esencial. La alegría es una fuerza que se fundamenta en la conciencia de ser amados por Dios. «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes del cielo», afirma la Carta a los Colosenses (3,1). Quien permanece en el Señor, prueba las delicias de su amor, no puede dejar de estar contento. Por eso en los Evangelios contemplamos momentos rebosantes de alegría, una alegría ligada al don del Espíritu y la contemplación y agradecimiento por las hazañas divinas. Jesús mismo es presentado como un hombre alegre, que deja expresar su emoción: «En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo, y dijo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios»» (Lc 10,21).
La alegría tiene la sana característica de la expresividad. El cuerpo no puede contenerse; espontáneamente surge un grito, una danza, un canto, una risa. La persona de fe, que sabe de quién se ha fiado, no puede dejar de ser alegre, transparente, desprendida, vital. ¡Y si esto lo llevamos a nuestras comunidades cristianas! No se trata de una evasión de la realidad, de una necesidad de consuelo que busca soluciones imaginarias. Al contrario, esta alegría exige testimoniar su Reino, edificar una humanidad fraterna. Por ello, también en estos momentos difíciles, y quizás más que nunca,estamos llamados a llevar a todas partes esperanza y alegría. Seguro que en estos momentos nos sentiremos todos un poco más pobres. Pero, como afirmamos los obispos en el documento mencionado, aludiendo al magisterio del papa Francisco, «los pobres son miembros de pleno derecho de la Iglesia, de la comunidad de salvados que viven la alegría del Señor». Está claro que los momentos de sufrimiento provocarán tristeza y desánimo, pero nunca será ésta la última palabra. Porque, como decía el hermano Roger de Taizé, inspirándose en San Atanasio: «Cristo resucitado hace de la vida del ser humano una fiesta continua».
Vuestro,