Fecha. 11 de abril de 2021

Cada año, cuando comienza la última etapa del curso, los padres que tenéis hijos en edad escolar comenzáis a pensar en el siguiente. Estoy convencido de que la educación de vuestros hijos es una de las cosas que más os preocupa, y que deseáis acertar en las decisiones porque queréis lo mejor para ellos. Es uno de los deberes más importantes que tenéis como padres y un derecho que los poderes públicos tienen la obligación de respetar.

El proceso educativo es un camino de crecimiento personal en todas las dimensiones, y no se reduce únicamente al ámbito académico y al aprendizaje de conocimientos. Un desarrollo personal integral incluye también la asimilación de actitudes y valores para integrarse en la sociedad buscando el bien de todos, conviviendo fraternalmente y trabajando por un mundo más justo.

Para interiorizar estos principios y llevarlos a la práctica, las personas necesitamos educarnos en una cierta autodisciplina valorando el trabajo y el esfuerzo, y creciendo en el sentido de la propia responsabilidad. Los cristianos no podemos olvidar, por otra parte, que nuestra fe incluye una visión de las realidades humanas: del matrimonio y de la familia, de la sociedad y la política, de la dignidad del trabajo, de la importancia de la cultura en la construcción de un mundo más respetuoso y humano. En una educación integral no debería faltar la formación en la fe que ayude a comprender el porqué de las opciones cristianas ante la vida y ante el mundo que nos rodea. Por ello, os quiero animar a incluir la enseñanza de la religión en los programas educativos de vuestros hijos. Sin duda alguna, una sólida formación cristiana hará de ellos mejores personas.

Los primeros educadores y, por tanto, quienes tienen el derecho y el deber de decidir la orientación fundamental de la educación que han de recibir los niños y jóvenes son los padres. Los poderes públicos tienen la obligación de que éstos puedan acceder por igual a la educación que desean para sus hijos; deben garantizar que todos los centros educativos alcancen unos niveles académicos adecuados, estableciendo planes y programas de estudio; y han de procurar que los ciudadanos asimilen los valores que garantizan una convivencia social basada en el respeto a todas las personas, creencias y formas de pensar. Pero cuando intentan imponer ideologías o formas de pensamiento contrarias a los principios religiosos o morales de los ciudadanos, se extralimitan en sus funciones. La laicidad no puede convertirse en laicismo, que sería una especie de “religión del estado” que nace de la sospecha hacia las religiones y pretende sustituirlas, sino la neutralidad basada en una valoración positiva del hecho religioso.

Por todo ello, pienso que el servicio educativo que la Iglesia ofrece a la sociedad continúa siendo necesario en el momento actual. Si en otras épocas se crearon escuelas católicas para cubrir un déficit en el sistema educativo, actualmente son una posibilidad que garantiza los derechos de los padres en la educación de los hijos y contribuye al pluralismo cultural y, en definitiva, a la libertad, en unos momentos en que los poderes públicos tienden a invadir todos los ámbitos de la vida de las personas y de las familias.