Fecha: 20 de junio de 2021

Cuando hablamos del temor de Dios, lo primero en lo que piensan muchos cristianos es en una actitud de miedo reverencial ante su grandeza y majestad, porque, como Creador y Señor de todas las cosas, “premia a los buenos y castiga a los malos”, como aprendimos muchos de nosotros en el catecismo. La idea de Dios asociada a una concepción de la justicia divina como justicia humana, lleva a imaginarlo como un juez que en la hora del juicio final condenará sin ningún tipo de piedad a aquellos que no hayan cumplido su ley. El temor de Dios, cuando se entiende desde esta perspectiva, es visto como el miedo que provoca la posibilidad de la condenación eterna.

En la vida cristiana afloran constantemente dos sentimientos. La revelación de Dios como Padre que nos ha transmitido Jesucristo y la certeza de que Dios no quiere que nadie se condene, sino que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4), nos lleva a amarlo con todo el corazón y a vivir con confianza y esperanza. Por otra parte, sabemos que esta esperanza no debe llevarnos a la presunción de querer exigir la salvación como un derecho, ni a la irresponsabilidad en nuestra vida cristiana. El creyente debe tomarse en serio el Evangelio con todas sus exigencias y acoger la salvación como un don. Esto nos lleva a una primera aproximación a este don del Espíritu Santo: el temor de Dios es expresión de que nos tomamos nuestra fe con responsabilidad.

Pero tampoco esto es lo más importante. El verdadero temor de Dios es una consecuencia del amor que le tenemos. Este don es expresión de un amor a Él de quien es consciente de la propia fragilidad. Puede vivir un sano temor de Dios quien verdaderamente lo ama. Cuando amamos a alguien de verdad, valoramos esa amistad como un tesoro. Quien ama a Dios con todo el corazón sabe que es el tesoro más grande que haya podido descubrir y hace todo lo posible por no perderlo nunca.

Por otra parte, el creyente que vive su fe con autenticidad, sabe que nunca llegará a ser en esta vida un cristiano perfecto, que es frágil y puede fallar a esa amistad. No podemos ser presuntuosos ni olvidar que la posibilidad real de ofender al Señor está en nuestro horizonte. En el camino de la fe, del mismo modo que hay avances puede haber retrocesos. Nadie puede tener la certeza de que evitará el pecado siempre. Si lo conseguimos nunca lo podemos atribuir a nuestras fuerzas, sino que es gracia de Dios.

Una vivencia sana del temor de Dios es la consecuencia del verdadero amor y del reconocimiento humilde de la propia verdad. Sabiendo que es un Padre bueno que nos ama, el Espíritu nos lleva a vivir una relación con Él que, tomando en serio la vida cristiana, no la banaliza ni la convierte en un cumplimiento legalista de sus mandatos por miedo, sino que nace de una relación personal que nos lleva al respeto, a la delicadeza, a la diligencia, al afecto, a la confianza y a la esperanza en Él. De este modo, el don de temor de Dios es la manifestación más clara de una religiosidad auténtica.