Fecha: 4 de julio de 2021
No queremos jugar a la psicología barata. Pero la observación, la experiencia mínimamente observada y reflexionada nos enseña mucho del ser humano. Por eso, unos padres, unos educadores, sin ser especialistas, pueden decir mucho de la psicología de sus hijos.
La experiencia pastoral, particularmente en el terreno moral, nos ilustra sobre esa especie de movimiento pendular, esa dialéctica constante, que se da en la vida humana entre momentos de libertad y momentos de represión.
Hemos vivido (Dios quiera que podamos hablar así, en forma de pasado), momentos de represión social, con normas duras y estrictas, impuestas por la autoridad, en nombre del bien común con motivo de la pandemia. Ahora, en proceso de desescalada, parece que vivimos tiempos de liberación. Pero, tal como observamos, las autoridades no cesan de llamar a la prudencia y la moderación. Nos preocupa la forma como la gente en general vive estos momentos.
Viví de cerca la crisis de un profesor, que accedió al claustro de profesores casi como un mesías. El colegio, según él, funcionaba bajo una disciplina más bien férrea. Él en cambio aparecía como liberador, con la imagen de innovador en las formas, en el lenguaje, el trato con los alumnos. Éstos le acogieron desde el principio con gran entusiasmo. Era un buen profesor, que preparaba esmeradamente sus clases. Llegaron los exámenes y el profesor, que tenía muy clara la seriedad de su función, se mostró exigente y, a su criterio, muy justo. La reacción de los alumnos fue tan negativa, como inesperada: llovieron las protestas y el rechazo frontal al profesor, hasta el punto de que éste sintió que su competencia, su sistema y su didáctica, estaban realmente cuestionadas. ¿Por qué rechazaban los alumnos un rigor que, en el régimen anterior a él, era aceptado sin protestas y ahora era rehusado tan duramente? Los alumnos no esperaban su actitud. Si antes vivían las normas como represión, ahora habían vivido su nuevo estilo como pura liberación. En ambos casos se detectaba inmadurez.
Aquello podía ser una parábola de nuestro comportamiento social. No podemos vivir solo de disciplina o de estilos. Las normas no se pueden cumplir como mera represión, o su ausencia como simple liberación. Las normas que regulan nuestra convivencia tienen su fundamento en valores, en ellos tienen su razón de ser. En realidad, cuando las cumplimos realizamos esos valores; cuando desaparecen las normas, los valores persisten con sus exigencias.
No podemos actuar solo de “lo que está o no permitido”. Los grandes valores son la base de nuestra convivencia. Mejor dicho, la base de nuestra libertad. Con unas u otras normas, seguimos siendo libres. Eso sí, según una libertad que reclama siempre responsabilidad.
Para los creyentes, responsabilidad ante Dios y ante los hombres. Para cualquier ser humano, una responsabilidad que viene exigida por la misma dignidad, propia y ajena.