Fecha: 4 de julio de 2021
La reflexión sobre la vida en el Espíritu que se ha ido configurando a lo largo de la historia en la tradición cristiana, no se limita a los siete dones que hemos explicado las últimas semanas, sino que se ha enriquecido también profundizando sobre lo que san Pablo denomina el «fruto» del Espíritu Santo. No estamos ante dos temas que no tienen ninguna relación entre ellos: la teología de los dones expresa la trasformación interior que la Gracia de Dios realiza en el creyente para configurarlo con Cristo. Los frutos del Espíritu, en cambio, son la manifestación externa de esta trasformación. Un gran teólogo del siglo pasado lo expresó con estas palabras: «la imagen está tomada de la vida vegetal. Los frutos es lo que se recoge al final de las ramas, provenientes de una savia vigorosa, y con los que nos deleitamos, es lo que recolectamos de un campo sembrado y cultivado».
Esta temática tiene su origen en la carta a los Gálatas, donde san Pablo enumera una serie de actitudes que constituyen la manifestación perceptible de una existencia conducida por el Espíritu: «El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5,22-23). En otras cartas, aunque no emplee la expresión «fruto del Espíritu», encontramos listas de actitudes que son también signo de la acción interior de la Gracia en el creyente y que, por tanto, se refieren a la misma realidad: «toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz» (Ef 5,9); «Tú, hombre de Dios… busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre» (1Tim 6,11); «El Reino de Dios es justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo» (Rm 14,17; cf. 15,13); «procedemos con limpieza, ciencia, paciencia y amabilidad; con el Espíritu Santo y con amor sincero; con palabras verdaderas y la fuerza de Dios» (2Co 6,6-7).
En el Sermón de la Montaña, el Señor nos dio un criterio para examinarnos a nosotros mismos y discernir si somos discípulos suyos de verdad: «Por sus frutos los conoceréis… todo árbol sano da frutos buenos; pero un árbol dañado da frutos malos. Un árbol sano no puede dar frutos malos, ni un árbol dañado dar frutos buenos… Es decir, que por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16-20). Los frutos a los que se refiere no son el rápido éxito pastoral, ni una posición privilegiada de los cristianos en el mundo, sino estas actitudes que son expresión de una auténtica vida cristiana, que puede aportar algo nuevo a nuestro mundo.
Aunque originalmente la carta a los Gálatas emplea la expresión «el fruto del Espíritu» (en singular), en muchas traducciones y en obras de espiritualidad se habla de «los frutos del Espíritu». Las dos expresiones tienen algo de verdadero: si hablamos de los frutos del Espíritu estamos indican-do que la vida cristiana no se reduce a una única actitud, sino que es un conjunto de disposiciones interiores que engloban todas las dimensiones de la existencia. Al expresarlo en singular estamos diciendo que todas ellas provienen de una misma fuente (el Espíritu Santo) y que están tan interconectadas que no pueden darse unas sin las otras: no hay amor auténtico, por ejemplo, si no se vive con alegría o si no es paciente o bondadoso.