Fecha: 5 de septiembre de 2021
Quienes vayamos a Misa este primer domingo de septiembre, seremos recibidos, al inicio de la liturgia de la Palabra, con una invitación muy estimulante:
“Sed fuertes, no temáis… Se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos del sordo se abrirán… Porque han brotado aguas en el desierto” (Is 35,4.7)
No siempre el regreso de vacaciones y la vuelta a la rutina del trabajo coincide con un ánimo renovado. Es más frecuente sufrir el denominado “síndrome postvacacional”: pereza, desánimo, tristeza… Independientemente de la identificación psíquica y emocional, como suelen hacer los psicólogos, esta experiencia, des del punto de vista espiritual, se convierte en ocasión de discernir asuntos más importantes, como, por ejemplo, qué significan para uno mismo las vacaciones y qué significa el trabajo. Es una cuestión fundamental.
La realidad, con sus problemas y satisfacciones, sigue siendo la misma, antes y después de las vacaciones. El tiempo de asueto consiste en crear unos espacios y un tiempo artificialmente. Pero no puede ser alternativa a la vida dura. Las vacaciones han de estar al servicio de la vida cotidiana. Para nosotros, las vacaciones han de servir, sobre todo, para “tocar” y gozar de aquello que nos hace vivir, reafirmarnos en su verdad y disfrutar de su luz. De esta vivencia beberemos para afrontar la existencia de cada día, sea como sea.
Si la vida cotidiana nos aparece como un desierto, según dicen algunas voces proféticas, la invitación del profeta Isaías sigue siendo válida. No se niega el desierto, sino que se nos invita a descubrir manantiales de agua. ¿Cómo descubrir manantiales en el desierto?
Todos sabemos que en el desierto existen espejismos. Son engaños, ilusiones falsas. Así, cada día nos vemos asediados por múltiples recetas, remedios ofrecidos como panaceas por miles de mensajes. Algunos nos penetran si darnos cuenta.
Hoy, habiendo conocido la vida de Jesús, vemos que sus curaciones querían manifestar que con Él se cumplía literalmente aquel anuncio esperanzador del profeta. Pero ni el profeta con su lenguaje poético, ni Jesús con sus curaciones reales, pretendían ofrecer recetas para todos los sufrimientos. Isaías había añadido:
“Mirad a vuestro Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará”
“Las aguas que brotan en el desierto” no significa propiamente que haya curaciones, por muy valiosas que sean. Lo que transforma el desierto en tierra fértil es que esas curaciones, como tantos otros hechos que “curan” la persona humana de su mudez, su sordera, su cojera, son signo de la presencia activa del Dios que salva.
El desierto es mucho más profundo que la ceguera de los ojos. Y los manantiales que lo transforman en tierra fértil son hechos y palabras que salen al paso de nuestra vida por pura gracia de Dios. Son su Palabra, sus Sacramentos, su amor en la vida de tantos santos que hoy viven cerca de nosotros. Eso es lo que ilumina de nuestra vista, alegra el corazón sediento de verdad y estimula nuestro caminar.
Afrontar un nuevo curso con fortaleza y sin temor no depende de poseer “soluciones” a tantos problemas, sino de vivir la presencia de aquel cuya verdad y amor sostienen nuestra esperanza.