Fecha: 10 de octubre de 2021
El proceso sinodal al que hemos sido convocados por el Papa, no pretende únicamente que lleguemos a algunas conclusiones sobre los aspectos de la vida de la Iglesia que más nos preocupan, como puede ser la necesidad de reorganizarla ante el fenómeno de la falta de vocaciones sacerdotales o religiosas, que nos fuerza a buscar alternativas para atender pastoralmente las distintas realidades eclesiales. Tampoco se trata de encontrar fórmulas que resulten eficaces para el anuncio del Evangelio y la trasmisión de la fe en el momento actual. El objetivo es más profundo: aprender a vivir en la Iglesia desde unas nuevas actitudes. Aunque la fase diocesana terminará en el mes de abril, el documento preparatorio insiste en que la sinodalidad es una característica constitutiva de la Iglesia y el camino que ha de recorrer durante el tercer milenio. En este documento se emplean tres términos para expresar qué es lo esencial en la vida eclesial: comunión, participación y misión.
La comunión es algo más que la unidad. La unidad puede ser externa y jurídica. En la Iglesia hay unidad cuando los fieles profesamos las mismas verdades, celebramos los mismos sacramentos y reconocemos la autoridad a los legítimos pastores acogiendo sus enseñanzas y prestándoles la obediencia. La comunión presupone esta unidad, pero no se limita a ella. Las verdades que creemos nos deben llevar a compartir y vivir juntos la fe; los sacramentos que celebramos nos hacen amigos de Dios por la Gracia que nos comunican; la unidad garantizada por los pastores debe llevarnos a una comunión en el amor, a hacer de la Iglesia una misma familia de hermanos. Ciertamente, ello no implica que entre nosotros no haya diferencias, pero si la fe vivida es auténtica, las diferencias no llegan a convertirse en divisiones. El proceso sinodal nos debe enseñar que no nos podemos conformar con una unidad meramente externa y que las diferencias no nos deben dividir.
La participación es también una exigencia de una vida eclesial sana. La Iglesia no la edificamos nosotros; es el Espíritu Santo quien va construyéndola como un templo consagrado al Señor en medio del mundo. Y el Espíritu se sirve de los bautizados que, viviendo en fidelidad al bautismo y a la propia vocación, dan vida de la Iglesia. La participación supone que todos podemos aportar algo y que nadie tiene derecho a pensar que puede prescindir de los otros. Todos tenemos el derecho y el deber de contribuir como cristianos y con nuestro compromiso en el Pueblo de Dios. La participación exige paciencia, diálogo, hablar con caridad y escuchar con respeto. Solo de este modo encontramos caminos para vivir como hermanos.
Cristo no entregó su vida para salvar a la Iglesia, sino para salvar a toda la humanidad. Por ello, la Iglesia no vive para sí misma, sino que está al servicio de todos ofreciendo el Evangelio y la Vida de la Gracia. Esta misión no es tarea de unos pocos, sino que nos debe implicar a todos, y solo será creíble si vivimos la comunión y nos comprometemos en la vida eclesial.
Os invito a orar desde ahora por los frutos de este proceso sinodal.