Fecha: 19 de diciembre de 2021
Nos estamos acercando a la celebración de la Navidad. Los medios de comunicación de masas han convertido esta fiesta en una celebración del consumo, de la búsqueda de una felicidad material que siempre será efímera o, a lo sumo, de exaltación de unos buenos sentimientos que se olvidan cuando pasan estos días. Si nos dejamos arrastrar por el ambiente cultural que nos envuelve, en el que Dios es el gran olvidado, el mensaje central de la Navidad pasa totalmente desapercibido. Y es que la Navidad no nos lleva a un mundo irreal de sueños, sino que nos habla de Dios. Lo que la fe nos permite contemplar en el pesebre de Belén es al mismo Dios que, “por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo”.
Si Dios ha descendido a la tierra no es porque necesite de nosotros, sino porque le importamos y quiere hacerse nuestro compañero y nuestro hermano en el camino de la vida. Cuando vemos a una persona necesitada, la reacción más cómoda es mirar al otro lado y encerrarnos en nosotros mismos. Dios no actúa de este modo: ante los dramas de la humanidad se revela como un Dios de los hombres, que no abandona a su criatura porque la ama y quiere colmarla con su amor y con su gracia. Dios se ha aliado con la humanidad para siempre y se ha manifestado como amigo del hombre.
La fiesta de Navidad no nos habla de Dios como si se tratara de una idea abstracta e impersonal que nos dejaría indiferentes. Nos muestra a un Dios personal, que tiene un nombre, que se ha hecho hombre, que se nos ha acercado con un rostro concreto y que nos ha amado con un corazón humano; a un Dios que ha querido compartir nuestra historia y que ha hecho suyas todas nuestras vivencias humanas. Mirando a Cristo, descubrimos a un Dios, que no nos conoce desde fuera, sino que ha experimentado nuestra fragilidad y nuestra pobreza, nuestros dolores y alegrías, nuestros fracasos e ilusiones. En la solidaridad de Dios que se nos revela en Navidad descubrimos el camino de la Iglesia: los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, han de serlo también de los discípulos de Jesucristo.
La fiesta de Navidad nos habla de un Dios que nos señala el camino para humanizar nuestro mundo. La dinámica que predomina en la relación entre las personas es la de marcar las distancias y guardarlas. Quienes ocupan puestos de superioridad los defienden manteniendo las distancias. Dios las ha superado, pero desde arriba hacia abajo. Su Hijo, “siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriquecernos con su pobreza” (2Co 8, 9). No se ha conformado con hacerse nuestro hermano, sino que ha querido llegar a ser nuestro servidor. Se ha despojado de la forma de Dios y ha asumido la “forma de siervo” (Fi 2, 7). Y no ha entrado en un mundo ideal, sino en un mundo que vive bajo el signo del pecado. La situación de la humanidad, con todo el mal que encierra, no solo no le ha repugnado, sino que le ha movido a venir a salvarnos. Un Dios que actúa de este modo es digno de fe.
Que el ambiente de estos días en nuestros pueblos y familias no nos lleve a olvidar que esto es lo más importante que celebramos.