Fecha: 24 de abril de 2022
Estos días la liturgia católica invita a contemplar y orar aquella escena extraordinaria, histórica, en la que el Resucitado se presenta en medio de sus discípulos, aturdidos y miedosos, ofreciéndoles la paz. Según esta imagen la paz es un regalo del Resucitado. Semejante a un trofeo que Él mismo ha conquistado tras la lucha librada en su Pasión y Muerte.
Hace unos días se celebró en el Auditorio de Barcelona un concierto en favor de los damnificados de Ucrania, que incluía una pieza coral titulada “Da nobis pacem Domine” (Señor, danos la paz). Esta es una composición de los siglos XVII y XVIII inspirada en un texto latino antiguo (siglos VI-VII). El texto dice así:
“Señor, danos la paz en nuestros días, porque no hay nadie que luche por nosotros, sino Tú, Dios nuestro”.
Esta oración alude a algunos pasajes del Antiguo Testamento, en los que el logro de la paz en Israel sobrepasaba la capacidad del rey o del pueblo mismo: no quedaba otro recurso que esperar e invocar a Dios. Frecuentemente la oración obedecía a la convicción de que Dios era más poderoso que el enemigo y tenerlo a favor aseguraba la victoria…
Pero el sentido de esta sencilla oración, a partir de Jesucristo, es muy diferente. Se refiere a la paz total, la paz mesiánica y definitiva, aunque vivida hoy concretamente, en las circunstancias que estamos viviendo. Y es en la actualidad cuando adquiere todo su valor.
Lograr la paz supone una lucha. Siempre, en el Antiguo Testamento, como en el Nuevo, hasta nuestros días, los justos, los verdaderos cristianos y los hombres de buena voluntad, han sabido que la paz hay que conquistarla, que se ha de luchar por ella (como escuchamos frecuentemente). Pero siempre hallamos unos límites muy difíciles de superar. Por un lado, resulta que para lograr la paz hay que usar la fuerza, oponerse de cualquier forma al agresor injusto. Por otro, siempre esta lucha ha quedado corta o ha fracasado. Los mejores logros en este sentido han consistido en llegar a un equilibrio de intereses y de fuerzas, un compromiso que garantice por un tiempo la no agresión.
Si obedecemos al deseo profundo que sentimos todos los seres humanos, el anhelo de no contentarse con esta paz “pactada” y buscar una paz duradera y auténtica, no tendremos otro remedio sino orar, como hace este breve himno.
Esta invocación es hoy perfectamente válida. “No hay nadie que luche por nosotros”; es decir, nada ni nadie que nos alcance la paz.
San Pablo dirigió unas palabras a los cristianos de Éfeso, convertidos del paganismo, que hoy nos pueden sonar pretenciosas:
“Vosotros vivíais en el mundo sin esperanza y sin Dios” (Ef 2,12)
Unas palabras que dan a entender que la esperanza, esa esperanza que nos salva y nos ayuda a seguir viviendo superando cualquier amenaza y forma de muerte, está vinculada a la fe en el Dios de Jesucristo. Así mismo, estas palabras nos dicen que quien cree y se ha convertido al Dios, Padre de Jesucristo, vive y contagia la esperanza.
Bienvenidos todos los esfuerzos en el terreno económico, político, psicológico, artístico y mediático, para conseguir la paz. Nosotros seguiremos pidiendo, esperando, recibiendo y trabajando el gran don del Resucitado.