Fecha: 10 de julio de 2022

En el evangelio de este domingo escuchamos la parábola del buen samaritano. Se trata de un texto que nos resulta familiar y que ya comenté durante el año de la misericordia al que nos convocó al papa Francisco (Palabras de Vida, 13 de marzo de 2016). Os invito a fijaros en algunos detalles de este texto evangélico. Todo comienza con una pregunta que un maestro de la ley le dirige a Jesús: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?” (Lc 10, 25). Es la misma pregunta que en otra ocasión un joven rico le dirigió a Jesús (Lc 18, 18; Mt 19, 16; Mc 10, 17).

En esa pregunta se expresa la inquietud de todo ser humano: alcanzar una vida auténtica, libre de todas las inquietudes que nos impiden una felicidad plena. Se trata de una aspiración que todos tenemos en el fondo de nuestro corazón, aunque muchos no lo quieran reconocer. No hay ningún hombre que no quiera ser feliz, aunque no todos buscan la felicidad por los mismos caminos. Jesús responde al maestro de la ley que le estaba interrogando, invitándolo a que él mismo encuentre en la Escritura el camino que Dios nos propone a todos para que alcanzar una forma de vivir con sentido y alegría en este mundo y que, además, anticipa una plenitud que nosotros no podemos imaginar: “Él le dijo: <<Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?>>. Él respondió: <<Amarás al Señor tu Dios. Con todo tu corazón y con toda el alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo”” (Lc 10, 27).

Las personas somos felices cuando descubrimos la vocación que da sentido a nuestra vida. Dios desde la eternidad ha pensado en cada uno de nosotros y nos ha destinado a una misión. La felicidad en la vida está en encontrar el lugar en el que Dios quiere que la realicemos. No plantearse esta cuestión, como les ocurre a muchos jóvenes, que no saben qué hacer en su vida y no descubren un sentido a lo que hacen, ni una motivación positiva que les mueva a hacer el bien, es una forma de pobreza humana. Una persona que no descubre su vocación, en el fondo, es una persona sin un futuro que le ilusione.

El camino que Jesús le recuerda al maestro de la ley es común a todas las vocaciones y estados de vida, es el camino que da sentido y alegría a todas las posibles opciones que cada persona pueda escoger: es el camino del amor a Dios que se concreta en el amor al prójimo, que es imagen y semejanza de Dios. Para vivirlo la persona debe ser realmente libre de sí mismo, de la inclinación al dinero, de los egoísmos que le esclavizan; debe experimentar que hay más alegría en dar que en recibir; que servir a los demás no es una carga, sino que es lo que da la auténtica felicidad. Cualquier vocación (sacerdotal, consagrada o matrimonial) que no se viva así no conduce a la felicidad.

Por ello, si queremos ser felices, cada día nos tenemos que formular la segunda pregunta que el maestro de la ley le dirigió a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?” (Lc 10, 29). Para responder, Jesús no dio una lección de moral, sino que narró la parábola del buen samaritano. Al hablarnos así, el Señor nos invita a que no nos contentemos a hacer teorías sobre el amor, sino a que nos preguntemos quién es nuestro prójimo teniendo presentes a las personas concretas que nos encontramos en el camino de la vida, comenzando por nuestros familiares y personas cercanas. Ellas encarnan la llamada que Dios nos dirige a vivir en el amor.