Fecha: 24 de julio de 2022
Estimados y estimadas. En el Antiguo Testamento, Dios se revela a través de las nociones de amor incondicional y firme (hesed), y de autenticidad y verdad en el hacer y el obrar (emet). En la historia salvífica, una de las expresiones más claras de esa esencia es su constante fidelidad al pacto de amor con el pueblo de Israel. Pero el deseo constante de Dios de unirse amorosamente a su pueblo contrasta con el dolor de no ser acogido por igual. Así, la relación de amor que él imaginaba se convierte en un toma y daca por parte de la humanidad que nunca acaba de dar un sí definitivo.
Y, sin embargo, aunque a veces se nos muestra el cansancio divino por una humanidad que no acierta a amarlo, en realidad el Dios no correspondido no se permite caer en el desánimo del fracaso ni permanecer en el enfado de la herida, sino que, de manera sorprendente, se muestra siempre lleno de ardor hacia los hombres y mujeres que ha creado. Dios se revela, pues, completamente consecuente con su designio.
Como muestra definitiva de amor, Dios envía a su Hijo al mundo con la intención de darle la vuelta al orden de las cosas. A pesar de nuestros pecados y nuestras desidias, se compromete plenamente y se ata eternamente a todos nosotros. Entregándonos a su Hijo. Jesucristo, realmente Dios y realmente hombre, muestra la fidelidad de Dios y la fidelidad que el ser humano no había conseguido alcanzar. Su total confianza en el Padre y en su proyecto le lleva hasta las últimas consecuencias. En Getsemaní, la tentación que podría poner fin a su misión reveladora, es vencida por una resolución decidida y valiente a darlo todo como ofrenda amorosa al Padre. La aceptación de la pasión y la cruz no es fruto de una resignación ante acontecimientos negativos, sino la expresión de su libertad madura, a través de la cual sigue fiándose del Padre, incluso cuando desde la evidencia de la lógica y de los sentimientos no habría motivo. La obediencia a los planes del Padre no los hace desde la ceguera o la arbitrariedad, sino desde la convicción profunda de que Dios Padre no puede engañar y que la misión comenzada debe dar un fruto que él —como hombre— en aquellos momentos no puede percibir pero sí creer.
Ciertamente, la fidelidad que aprendemos de Dios se demuestra también a través de la entrega de nuestra vida, y sobre todo en los momentos más difíciles. Esta fidelidad la han comprendido muy bien los mártires, que no se han reservado nada para sí mismos, sino que han estado dispuestos a entregar la propia vida por amor.
Nosotros quizás no ofrezcamos nuestra vida física —¡o quizás sí, solo Dios lo sabe!—, pero seguro que seremos llamados a ser fieles a la vocación recibida en el bautismo. Esta vocación, concretada en la labor de cada uno, pide una responsabilidad en el amor y una libertad madura. Profundizar en el gozo de la entrega significará dar profundidad a la decisión firme de vivir la alianza con Dios y con los hermanos. Como Dios, que nunca se cansa de amar, la fidelidad y la firmeza serán las premisas que harán posible que resplandezca ese amor incondicional con el que todos los hombres y mujeres sueñan.
¡Os deseo un buen verano!
Vuestro,