Fecha: 11 de septiembre de 2022

Una pregunta oportuna e inquietante: ¿cómo dejamos la naturaleza, una vez que hemos disfrutado de ella?

Si se nos permite, aludo aquí a una anécdota vivida personalmente hace muchos años. Una experiencia que se quedó grabada en mi conciencia de adolescente. En una de las frecuentes marchas por la montaña que realizaba con el grupo de scouts, tras un camino duro bajo el sol, llegamos a la hora de comer a una fuente, accesible también por carretera. De lejos vimos que estaba muy concurrida por un grupo de jóvenes muy animados con música de radio y por una familia de domingueros. Preferimos quedarnos a distancia, comer donde estábamos, aprovechando el agua que llevábamos en nuestras cantimploras, y esperar a que aquellas personas marcharan. Cuando lo hicieron nos acercamos a disfrutar del agua fresca y limpia. Pero al llegar a la fuente observamos que el lugar estaba cubierto de suciedad: latas, basura, plásticos, barro… Entonces nuestro guía responsable nos llamó y nos dijo: “Ya sabéis lo que hemos de hacer. Al ocupar un lugar de la naturaleza, hemos de dejarlo siempre mejor de como lo hemos encontrado”. Nos dedicamos entonces a limpiar la fuente y su entorno, de forma que no quedara rastro de “suciedad humana”.

Decimos que estamos hechos para vivir en comunión con la creación, reconocemos rupturas (pecados) contra ella, e incluso vemos consecuencias de nuestras faltas morales en el cosmos. De ahí “el gemido” del cosmos del que habla San Pablo.

Hemos de aclarar esto. Nuestra comunión con la creación no es como la unión entre personas libres y conscientes. La creación no es un sujeto, “alguien responsable” (“la rosa no sabe que es bella, aunque yo la amo”). La comunión con la naturaleza no es entre iguales, pues ella existe para la persona humana y la persona humana existe para la alabanza a Dios. “Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios”, dirá San Pablo (1Co, 3,21-23) Digamos que la rosa existe para atraer, con sus colores y aromas, a insectos que ayuden a la polinización; pero también para ser contemplada por la mirada humana, ser disfrutada oliéndola, servir a una expresión de amistad al ser regalada e incluso ser instrumento de oración de gratitud y alabanza junto al altar o el sagrario… Entonces decimos que estamos en comunión con la rosa, porque cumple con su sentido.

Pero la rosa, como el resto de la naturaleza, puede ser destruida, machacada, usada para un acto hipócrita y falso, para una ganancia abusiva, para la simple explotación. En estos casos la rosa, con toda la creación, gime. Porque la persona humana, con su libertad y poder, usa y abusa de ella. De forma que nuestros pecados tienen su efecto ecológico al desviar la creación de su sentido. Por lo mismo que todo gesto que perfecciona la creación es un acto virtuoso.

En el libro del Génesis leemos: “Tomó, pues, Yahvé Dios al hombre y lo dejó en el jardín del Edén, para que lo guardara y lo cultivara” (Gn 2,15). Frente a los que acusan a la fe cristiana de calificar el trabajo como un castigo y de promover la explotación de la naturaleza, afirmamos claramente que Dios cuenta con nuestro trabajo (nuestra actividad) para conservar y desarrollar su creación.

Así como nuestros pecados han de repararse, así es nuestro compromiso de “reparar” la creación. Nuestras manos han estropeado el Edén, el jardín, que salió de las manos de Dios, pero quizá también nuestras manos puedan devolver algo de su belleza original.