Fecha: 9 de octubre de 2022
La novedad revolucionaria que abre el círculo cerrado del pensamiento cuando tomamos una decisión en la vida, consiste, como decimos, en escuchar una llamada que nos viene desde fuera. Una llamada que puede contradecir o modificar nuestro pensamiento. En todo caso, es una llamada que ilumina, dando otro sentido, radicalmente nuevo, a nuestra decisión.
Este sentido nuevo hace cambiar la manera de expresarnos. Ya no decimos: “he decidido esto o lo otro”… “me gustaría hacer”, sino que decimos “lo que el Señor espera de mí es esto o lo otro”… “Él me llama a elegir este camino…”.
Llegar a vivir este cambio requiere una condición fundamental: discernir su voz, en el conjunto de sonidos, invitaciones, palabras, mensajes, que nos envuelven. Esta es una condición nada fácil de realizar.
Las dificultades son diversas. Vivimos en una sociedad ruidosa y el ruido parece liberarnos de lo importante, de ahí que con miedo huyamos del silencio. Además, nos aturden miles de voces. Estudios sociológicos han llegado a calcular la cantidad ingente de mensajes que recibe al día un joven. La mayoría de ellos, no diríamos que son “llamadas”, pero sí estímulos con una fuerte carga seductora. Creemos ingenuamente que somos libres en medio de esta sociedad desarrollada y moderna, solo por el hecho de poder elegir entre miles de posibilidades que se nos ofrecen. Actuamos como si la vida fuera un inmenso supermercado o unos grandes almacenes, donde entramos como señores, capaces de optar a voluntad (cuando en realidad somos conducidos por la magia poderosa del marketing). La cruda realidad es que vivimos seducidos, no llamados. El comercio, la política, el mercado, saben lo que hay que hacer para ganar clientes y adeptos seduciendo, estimulando nuestros resortes más espontáneos y superficiales. En este marco no puede haber “llamada” (vocación), porque ser llamado es ser tratado como persona, es decir, como alguien capaz de escuchar, interiorizar, conocer, buscar y responder libremente. Quien es consciente de ello y supera el engaño, vive algo parecido a quien se libera del ruido y encuentra la música.
Ser capaz de captar la voz de Dios, es un reto que atraviesa toda la Historia de la Salvación, la Sagrada Escritura y la Tradición viva de la Iglesia. ¿Por qué unos oyen y otros no? ¿De qué depende ser capaz de captar la voz de Dios? Aquí hemos hablado de esta cuestión tan importante. Y siempre que nos la planteamos vienen a la mente aquellas palabras del Salmo 95(94), en las que somos invitados con deseo vehemente a escuchar la voz de Yahvé: “Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor… No endurezcáis vuestro corazón” (vv. 7-11). O aquellas palabras en boca de Jesús: “Quien tenga oídos para oír que oiga” (Lc 8,8) y aquellas otras, más impresionantes: “No podéis escuchar mi palabra… El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios” (Jn 8,43.47)… “(El Buen Pastor) las llama una a una, escuchan su voz, porque son suyas y le siguen porque conocen su voz” (cf. Jn 10,1-16).
Nos sorprende que la Sagrada Escritura vincule la capacidad de escuchar, no a una habilidad, una sabiduría adquirida con el estudio o la técnica, sino con la manera de vivir (no endurecer el corazón) y con el ser de la persona (ser de Dios).
Nos alegra ser llamados y no seducidos. Pero eso es algo muy comprometedor.