Fecha: 9 de octubre de 2022
El pasado 4 de septiembre el papa Francisco beatificó a Juan Pablo I, que sucedió en la sede de Pedro a san Pablo VI y fue el antecesor de san Juan Pablo II. Como todos sabemos, su pontificado ha sido uno de los más cortos de la historia de la Iglesia: a los 33 días de haber sido elegido papa falleció inesperadamente. A pesar de esta brevedad, ha quedado de él la imagen de un papa que en su mirada reflejaba la bondad de Dios y en sus enseñanzas la sencillez del mensaje evangélico. No es de extrañar que quienes le recordamos guardemos un grato recuerdo de su persona. En él se hace realidad la afirmación que encontramos en la primera carta de san Pedro y en la de Santiago: “Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes” (1Pe 5, 5; St 4, 6). En la audiencia general del 6 de septiembre de 1978 habló de la humildad: “El Señor ha recomendado tanto ser humildes! Aun si habéis hecho cosas grandes, decid: siervos inútiles somos. En cambio, la tendencia de todos nosotros es más bien lo contrario: ponerse en primera fila. Humildes, humildes: es la virtud cristiana que a todos toca”.
Esta enseñanza se la aplicaba a sí mismo. Los distintos cargos que desempeñó a lo largo de su vida no le llevaron a enorgullecerse, sino que supo hacerse pequeño en las grandezas humanas. En una breve alocución que dirigió al Pueblo de Dios en el ángelus del 27 de agosto, al día siguiente de su elección, refiriéndose a sus antecesores, afirmó: “Entendámonos, yo no tengo la sabiduría del corazón del Papa Juan, ni tampoco la preparación y la cultura del Papa Pablo, pero estoy en su puesto, debo tratar de servir a la Iglesia. Espero que me ayudaréis con vuestras plegarias”. Y en el ángelus del 3 de septiembre se aplicó a sí mismo unas palabras de la Regla pastoral del papa san Gregorio Magno, cuya fiesta se celebra ese día: “yo he descrito al buen pastor, pero no lo soy; he mostrado la playa de la perfección a la que hay que llegar, pero personalmente me encuentro todavía en las oleadas de mis defectos y de mis faltas; así, pues, por favor para que no naufrague, echadme una tabla de salvación con vuestras oraciones”.
No pudo llevar a cabo ningún programa pastoral ni ningún plan de reforma de la Iglesia, pero en su sonrisa se percibía la alegría del Evangelio y en su mirada se vía la bondad de Dios que se refleja en el rostro de sus amigos. No escribió encíclicas ni otros documentos doctrinales que hayan pasado a la historia del magisterio, como lo habían hecho sus predecesores y lo harían los papas que le siguieron; pero en sus catequesis y homilías se captaba una autenticidad y una frescura, que quienes las escuchaban o las leían percibían lo esencial del Evangelio y se sentían animados a hacer el bien. Con un lenguaje llano exhortaba a mirar con ojos de bondad el mundo. En el ángelus del 3 de septiembre dijo: “el mundo va mal porque hay más batallas que oraciones. Procuremos que haya más oraciones y menos batallas”. En el del 24 de septiembre, refiriéndose al caso de un niño que había sido secuestrado, afirmó: “La gente, a veces, dice: estamos en una sociedad totalmente podrida, totalmente deshonesta. Esto no es cierto. Hay todavía mucha gente buena, mucha gente honesta. Más bien habría que preguntarse: ¿Qué hacer para mejorar la sociedad? Yo diría: Que cada uno trate de ser bueno y contagiar a los demás con una bondad enteramente imbuida de la mansedumbre y del amor enseñados por Cristo”. Que él nos ayude a no olvidar que la verdadera grandeza de las personas está en su humildad.