Fecha: 13 de noviembre de 2022
Como la realidad es tozuda y el final de todo está ahí, lo queramos o no, cada uno ha de tomar postura ante él.
La mayoría, quizá, adoptarán posturas evasivas: “no conviene pensar en ello”, “ahora es el momento de fijarse en otros asuntos más urgentes”, “disfrutemos hoy de lo que nos proporciona la vida”.
A esta conclusión llegan otros, no por evasión ante el problema del fin, sino por tener una mirada centrada únicamente en la caducidad de todo: todo acaba muriendo. Adoptan una postura radicalmente pesimista. Constatan los límites de todas las cosas, incluso de las que consideramos “buenas” y deseables; aquellas que en un momento nos pueden entusiasmar. Una postura que reflejó muy bien el libro del Cohèlet (Eclesiastés, siglos 2º – 3º a. C.). Una apostura que contagia una actitud realmente “pasota”, contraria a toda forma de ilusión u optimismo. Hace unos 50 o 60 años no faltaron ideologías y maneras de pensar que justificaban esta postura, a partir de los desastres que habían producido dos terribles guerras mundiales. Hoy perviven estas formas de pensar y de vivir en actitudes que denominamos del “carpe diem”, o de entrega al mundo de la droga y conductas hedonistas y, también, en pensamientos que justificarían el suicidio, la eutanasia, etc.
En el otro extremo, hallamos posturas que predican un optimismo radical. Son posturas que se han apuntado al progreso absoluto de la sociedad y de la historia. Su lema es “mañana será, sin duda, mejor”. Están convencidos de que las personas humanas, liberadas de todo condicionamiento social y con sus propias fuerzas, son capaces de hacer avanzar el mundo hacia el cumplimiento de todos los deseos. Tuvo su versión en programas ideológicos marxistas y en optimismos capitalistas, bajo la bandera incuestionable del “progreso”. Hoy lo vemos reflejado en mensajes que nos llegan constantemente por medios de comunicación, del estilo de “tú puedes alcanzar todo lo que te propongas”, “no permitas que pongan límites a tus sueños”, “entre todos lo alcanzaremos…”
A la vista de estas posturas ante el fin de todo pensarán algunos que el cristiano ha de ocupar una posición intermedia, ni pesimismo ni optimismo. Pero no es eso. El cristiano se sitúa en otro plano, tiene una visión distinta de la vida y no se define por actitudes psicológicas. El cristiano parte de una base: la vida le ha sido dada, vive porque alguien le ha llamado a la existencia. Sabe además que con este don ha recibido unos medios, unos dones específicos, para poder afrontar el reto diario de sobrevivir. Por otra parte, aunque la existencia en este mundo está marcada por éxitos y fracasos, triunfos de vida y formas de muerte, virtud y pecado, sabe que el mismo que le regaló la existencia, le sostiene con su mirada, su presencia y su amor. Vive siempre ante Dios Padre creador y cuidador: ha sido llamado a la existencia y sostenido en ella por amor:
Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado. ¿Cómo podrían existir los seres, si tú no lo hubieras querido? ¿Cómo podrían conservarse, si tú no lo ordenaras? Tú tienes compasión de todos, porque todos, Señor, te pertenecen y amas todo lo que tiene vida, porque en todos los seres está tu espíritu inmortal. (Sab 11,24-12,1)
Entonces, ¿qué significa para el cristiano el fin de todo? En primer lugar, ni huye de él, ni lo ignora. En segundo lugar, su mirada es objetiva, tiene ojos para lo bueno y para lo malo. En tercer lugar, no vive solo, su gran interlocutor es Dios Padre. En cuarto lugar, nada temerá, pues ya vive en un mundo y una historia salvados: la vida ya ha triunfado y triunfará.