Fecha: 15 de enero de 2023
Apoyados en el suelo firme de la maternidad de María, Madre de Dios, nos encontramos comprometidos en la tarea de “una sana apología de la maternidad”, es decir, de lo que denominamos “el carisma de la maternidad”.
No nos preocupa sin más hacer una apología del dogma, una defensa de lo que creemos en la Iglesia, sino que también deseamos hacer una apología de la humanidad, una defensa del ser humano. Defender el ser humano en sentido más positivo: ayudar a que sobreviva como tal, con su dignidad, aunque para ello deba liberarse de amenazas concretas que hoy le afectan.
Me impresionó hace unos años la lectura de un estudio sociológico sobre el proceso demográfico de nuestra sociedad, titulado “El suicidio demográfico de España”. Los datos eran realmente preocupantes: seguimos en crecimiento negativo, si comparamos los nacimientos con los fallecimientos. Subsistimos gracias a la inmigración y, así y todo, la tasa de decrecimiento, ya hace más de diez años era del – 1% y el número de hijos por mujer en edad fértil no llegaba al 1%… Más que los datos, que siempre han de ser actualizados, lo preocupante es la tendencia que se observa y que augura un futuro de todo punto degradado.
La degradación ya comienza en la mentalidad y el lenguaje. Cuando se impone denominar progenitora/progenitor en lugar de madre/padre, o cuando una madre llega a considerar que la nueva vida que lleva en su seno es propiedad suya, es “su” cuerpo, del que puede disponer a su antojo, entonces estamos reduciendo la persona humana a mero producto fisiológico. Es grave.
Como siempre, lo profundo se trasluce en la mirada. El mirar de una madre es, él mismo, un mensaje permanente. Un mensaje que, como decimos, sostiene encendido aquel fuego, cuyo calor hace vivir.
Esta mirada suele despertarse muy naturalmente cuando el proceso físico de ser madre desencadena su efecto psicológico. Pero, según decimos, ser madre es un proceso en el tiempo, que dura toda la vida, de forma que el gran reto es que esa mirada sea realmente sostenida y no acabe diluyéndose a consecuencia de las vicisitudes de la vida o del propio ánimo (en el fondo es aquello de la oración sálmica: “Señor, Dios del universo, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve”).
Los poetas siempre nos descubren lo esencial. La escritora italiana Susana Tamaro en una entrevista (artículo “Mujer hoy”, 2013), mientras afirmaba con tristeza que de niña “no podía sostener la mirada de su madre”, decía que descubrió en una bella estatua de María esa forma de mirar que siempre anheló:
“¡Nunca la había visto! Recuerdo la impresión que me produjo, de pequeña, darme cuenta de que, aunque era incapaz de sostener la mirada de mi madre, podía mirar a los ojos de la Virgen. Es la madre de todos, con una mirada que acepta, luminosa. Para el imaginario infantil es importante; sobre todo para los niños, como era yo, cuyas madres no saben hacer de madres”.
Sabemos que en esto hay que reconocer riesgos. La permanencia en el seno materno, la dependencia afectiva y los afectos posesivos, devienen auténticas enfermedades psíquicas. Pero también no hay crecimiento, ni madurez, si falta la madre. El poeta Luis Rosales testimoniaba en positivo lo que significó en su vida “habitar” en el amor materno.
“A mí, en rigor, me han hecho como soy los que amé. (Y quizá los que me amaron) Una madre es como un horizonte y por mucho que se derramen nuestros pasos, andamos siempre dentro de ella”.
Andamos dentro de ella, como respirando su atmósfera cada vez más libres y también más comprometidos, repartiendo lo que hemos recibido.