Fecha: 19 de febrero de 2023
Estimadas y estimados. Pasado ya un tiempo prudencial propio de las urgencias periodísticas, se puede hacer ―con una mirada más reposada―, una valoración con mayor perspectiva de la figura del difunto Papa emérito. Muchos son los aspectos de su vida y de su labor que se han destacado; algunos con acierto, otros con no tanto. Hay un aspecto que quisiera destacar especialmente. Me refiero a la propuesta de Benedicto XVI de que los cristianos se vean a sí mismos como una «minoría creativa», y que ayuden a recuperar lo mejor de nuestra cultura occidental. La relevancia de la figura de Benedicto XVI –como han hecho algunos– no puede limitarse a decir que la extrema derecha ultraconservadora quiere poner la cuestión de la identidad cristiana en el centro del debate político y convertir la religión en el núcleo de esa identidad.
Benedicto XVI fue una de las personas más lúcidas de nuestro mundo contemporáneo, una afirmación que probablemente no todos compartirán. Su lucidez consistía en proclamar un pensamiento crítico hacia la cultura contemporánea, algo que desagradaba a muchos. Quizás por eso fue calificado de Papa conservador, calificativo que suele tener una connotación peyorativa cuando, en realidad, un conservador se caracteriza por conservar la tradición, es decir, lo que nos ha sido transmitido. En este sentido, una de las ideas básicas, no sólo de su pontificado sino de su labor docente como profesor de Teología en diversas universidades alemanas, era la progresiva desaparición de los valores cristianos en nuestra civilización europea y occidental. No se trataba tanto de una lucha contra la secularización, como han destacado algunos medios periodísticos, como de la pérdida de una tradición que empobrece al hombre. Abandonar los valores de la cultura cristiana significa pérdida de humanidad. Por eso insistía en que Europa preservara sus raíces cristianas, porque esta herencia forma parte de su identidad, así como de la identidad de la condición humana.
La sociedad contemporánea, dominada por lo que Benedicto XVI califica de «cultura del relativismo –y que podemos llamar simplemente «decadencia»– es refractaria a aceptar esta crítica, porque el pensamiento del papa ponía en cuestión su hedonismo imperante y la negación de cualquier jerarquía de valores. Cuando no hay ninguna jerarquía de valores significa que todo vale igual, que es lo mismo que decir que nada vale. Un diagnóstico que no está alejado de lo que decía Nietzsche en el famoso párrafo 125 de La gaia ciencia, que lleva por título «Dios ha muerto», un canto desesperado y agónico sobre lo que conlleva la muerte de Dios como pocos han señalado. Sin embargo, Ratzinger quería conservar la «genuina tradición», porque consideraba su pérdida como negativa tanto para la humanidad como para el hombre.
Si el presente no siempre ha sabido reconocer su legado, cabe esperar que el futuro sea más complaciente. Contrariamente a lo que piensa mucha gente, sólo se puede innovar desde el conocimiento de la tradición. Benedicto XVI, tildado de conservador, sorprendió a todos cuando renunció al pontificado. Hacía más de seiscientos años que ningún pontífice se había atrevido a romper esta «tradición» en minúscula. Benedicto XVI quiso conservar la Tradición en mayúsculas, pero su lucidez e inteligencia no le impidió ser innovador en esa «tradición» menor.
Vuestro,