Fecha: 7 de mayo de 2023
Es una suerte que los evangelios hayan dejado constancia de sentimientos de los discípulos, que nos resultan tan cercanos. ¿Quién no ha sentido alguna vez el anhelo de “ver a Dios”?
Sin dejar el contexto del tiempo pascual, asistimos a la escena de la conversación de Jesús con sus discípulos. Jesús invita a tener serenidad: “prepararé para vosotros un lugar en el cielo… Yo soy el camino…”. “Entonces Felipe le dice: ‘Señor, muéstranos al Padre y nos basta’. Jesús le replica: hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿No crees que yo estoy con el Padre y el Padre conmigo? (Jn 14,8-10)
El conocido escritor Henri J.M. Nowen plasmó en una breve meditación la impresión que le produjo la visión de este icono de A. Rublev, llamado “El Salvador de Zvenigorod”. Así iniciaba su escrito: “Ver a Cristo es ver a Dios y a toda la humanidad”. He aquí el icono que trata de mostrar la mirada y el rostro de Jesucristo, es decir, la mirada y el rostro del Padre Dios. Toda una osadía, solo aceptable si tenemos en cuenta el sentido y la esencia del icono oriental – ortodoxo.
Lo primero que llama la atención es el deterioro en que esta imagen ha llegado hasta nosotros. El rostro de Cristo en medio del caos. “Un rostro triste y al mismo tiempo precioso nos mira a través de las ruinas de nuestro mundo”. Pasaron siglos de destrucción y guerra y la cara de Cristo pervivió (hasta su descubrimiento en 1918 por el restaurador Vladimir Desyatnikov) llamándonos a la conversión (se le llamó “Constructor de paz”).
La contemplación de este icono descubre “elegancia y fuerza, dulzura y firmeza”. Es tradicional en los iconos orientales reproducir un rostro de Cristo con rasgos austeros y severos, de forma que transmiten temor. Prevalece la trascendencia y la majestad del Verbo encarnado. Pero este icono parece reproducir en su fisonomía el saludo típico del resucitado: “Soy yo, no temáis, miradme, comed conmigo”. Un saludo que inspira a un tiempo respeto y confianza, temor y alegría. Vuelto hacia nosotros parece intercambiar palabras, silencio, sentimiento, afecto.
Todo parece concentrarse en la mirada de Cristo. Sus ojos miran cara a cara a cada uno y suscitan diálogo e intercambio. Puede decirse que “Jesús es todo ojos” (Nowen), como vemos dibujado en el libro del Apocalipsis (cf. Ap 5,6). Personalmente no podemos evitar volver sobre la oración repetida en los salmos: la convicción de que no podemos escapar a la mirada de Dios (cf. Sal 138 [139],7) y el intenso anhelo de ver el rostro resplandeciente de Dios, cuya contemplación nos trae la alegría y la salvación: “Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79 [80]); “Muchos dicen: ¿Quién nos hará ver la felicidad? ¡Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro!” (Sal 4,7).
La mirada de Dios Padre en Cristo es iluminadora, es el resplandor del que es la luz que alumbra a todo el mundo; por otra parte, aun siendo penetrante y clarividente, no es inquisitorial, sino llena de verdad, de comunión y de misericordia, la mirada en la que el amor incondicional no contradice la verdad y la justicia, sino que las lleva a plenitud.
Son los ojos del Resucitado, que nos llama a dejarnos mirar y mirarle a Él, en el punto en que hallamos la verdadera paz.