Fecha: 25 de junio de 2023
Estimadas y estimados, Hay toda una serie de locuciones que sirven para moderar la fuerza de las afirmaciones. Son estas: «Me parece», «podría ser», «tal vez, «a mi juicio», etc. O las que formamos con el potencial: «Yo diría», «yo afirmaría», «yo me atrevería a asegurar». Son locuciones que no figuran en el lenguaje de Jesús. No era así, de forma insinuada, atenuada o disminuida, como se introducía su enseñanza. «Jesús les enseñaba con autoridad» (Mt 7,29), con afirmaciones rotundas, convincentes, categóricas, perentorias y terminantes.
Jesús hablaba así porque tenía autoridad propia. Era el Hijo de Dios y enseñaba la Verdad del Padre. Era Dios, y la autoridad y la certeza le venían de su misma condición divina. Habría sido absurdo ―habría sido una negación de su divinidad― que hubiera expuesto el Evangelio como una simple opinión probable y hubiera dicho, por ejemplo: «Se dijo a los antiguos. No cometerás adulterio. Pero, si no lo he entendido mal, ahora lo que Dios quiere de vosotros es que ni siquiera miréis a una mujer casada con deseo de poseerla». Jesús conocía plenamente al Padre y su voluntad. Su conocimiento era firme y seguro y lo exponía con seguridad y firmeza. No podía ser de otra forma.
En cuanto a nosotros, los cristianos de la Iglesia de Cristo, algo nos llega de esa autoridad y esa certidumbre. Lo esencial en nuestra fe, lo que Cristo nos ha revelado y nosotros confesamos creer con fidelidad, también debe estar exento de cualquier forma de afirmación atenuada, disminuida o dubitativa. No podemos hacer la confesión de fe así: Me parece ―yo diría― que Jesucristo es el Hijo de Dios y Señor nuestro. Esta firmeza categórica en las afirmaciones de fe no nos viene de nuestra autoridad personal, sino de la autoridad que nos comunica el propio Cristo.
Pero eso no quita que en el diálogo con los demás nuestro anuncio de la fe tenga un tono marcadamente «propositivo». Nuestro pensamiento cristiano no puede edificarse meramente sobre el «no», la negatividad y la prohibición, sino sobre el «sí», sobre la vida y el gozo de ser de Cristo y de su Iglesia. Porque con demasiada frecuencia hemos comunicado mal nuestra fe, es decir, simplemente como «respuesta» a objeciones y críticas concretas, dejando en segundo término la claridad de la «propuesta positiva», específicamente cristiana. El «pensamiento de respuesta» es, por su propia naturaleza, más efímero en su misma validez, menos estructurado y menos armonioso en relación con el contenido global del anuncio evangélico. Además, el «pensamiento de respuesta», la mayoría de las veces, acaba adoptando una actitud polémica, de reacción más o menos puntual, y limitado únicamente a determinadas enseñanzas. Entonces, sin darnos cuenta, acabamos presentando la verdad cristiana a la defensiva, a golpes de controversia, quedando oscurecida la coherencia, la verdad y la belleza de la fe. La firmeza de la fe debe comunicarse con una actitud «propositiva». El Evangelio no se «pospone» ni «se impone», sino que se «propone». Nuestro momento cultural, más que nunca, exige acentuar lo que podríamos llamar «un pensamiento de “propuesta positiva”». Los que tenéis jóvenes en casa lo sabéis bien.
Vuestro,